27º domingo t.o., 5 oct. 08
Lect.: Is 5: 1 – 7; Flp 4: 6 – 9; Mt 21: 33 – 43
1. Sabemos lo que es el narcisismo, conforme a los mitos romano y griego. Literalmente se puede dar algo de esa coquetería y vanidad mientras somos adolescentes o en adultos que tardan en madurar. Pero hay otra forma en que perdura en todos nosotros el peligro de hacer de nuestra propia imagen el centro de todo. Quizás lo vivamos de manera inconsciente, como si fuera algo natural, y por eso no caemos en la cuenta de lo peligroso que es. Se da cuando vivimos todo en nuestra vida —lo que somos y tenemos— como algo central de lo que somos dueños y como si eso que somos lo conociéramos ya perfectamente. Como si no tuviéramos que aprender y compartir con otros lo que somos, lo que hacemos o dejemos de hacer con nuestras cualidades, nuestras funciones y tareas y nuestras pequeñas o grandes posesiones. En otro estilo literario y con otra intencionalidad distinta de los mitos griegos, la parábola evangélica y el canto de Isaías de la viña tocan un tema parecido: la tentación tan humana de perder la perspectiva de nuestra ubicación en la vida, en relación con los demás, con la naturaleza y, en definitiva, con Dios, y de manera inconsciente y superficial, perder de vista que con nuestra propia persona, con los cargos que podemos ser llamados a ejercer, con los productos de nuestra profesión y trabajo, no tenemos más que una función de administradores, no de propietarios y que, por tanto, se nos piden dos cosas: crecer y producir frutos y no excluir a los demás del beneficio de esos frutos.
2. Quizás algo que podría ayudarnos a superar esa tentación de creer que ya sabemos lo que somos y de que eso está bajo nuestro control sería caer en la cuenta de que para crecer y producir frutos primero tenemos que descubrir lo que cada uno de nosotros es en la mente de Dios, y que se nos ha dado para trabajarlo, desarrollarlo y compartirlo como imagen y semejanza suya. Esto no es algo superficial. Es algo que exige esfuerzo y dedicación constante. Equivale, dice la parábola, a descubrir el reino de Dios. No podemos confundir lo que somos, como Narciso, con lo que se refleja en el espejo, es decir, con lo que otros opinan de nosotros y con la opinión que tenemos de nosotros mismos. Estas formas de vernos a menudo son desacertadas, y solo reflejan lo que está de moda, lo que son los prejuicios de la sociedad, y el resultado de lo que hemos llegado a ser en la vida, viviendo sin mayores exigencias. Pero si somos imagen y semejanza de Dios, descubrir lo que somos supera cualquier imaginación, nos lanza a una tarea continua hacia horizontes que rompen nuestros esquemas, nuestra miopía y que, al final, nos llevan a sumergirnos en la misma vida de Dios, donde establecemos plena comunión con todos los demás que también son imagen y semejanza suya. El narcisismo aísla y paraliza, mientras que la conciencia de administrar algo divino que nos ha sido dado para cultivar, nos desarrolla y nos lleva a la comunión.
3. Una última reflexión debemos, al menos mencionar. Esto que decimos de nuestra vida personal también se aplica a nuestra función como Iglesia, como sacerdotes u obispos. La Iglesia, por necesidades lógicas, requiere una organización y una jerarquía, requiere distribución de tareas y cargos. Pero en todo eso debemos también actuar como meros administradores, no como propietarios ni como si fuéramos los protagonistas principales de la historia. El alegato de Jesús en la parábola, de manera más directa, fue precisamente con quienes habían hecho de su función religiosa un privilegio personal, una forma de dominación y no un servicio. Lo que se dio entonces entre los judíos, se ha repetido con demasiada frecuencia en la Iglesia. Confiemos en que la búsqueda honesta de lo que somos nos lleve también al ejercicio humilde de nuestra tarea como Iglesia. Expresada simbólicamente en esta comunión que estamos celebrando con la entrega completa de Jesús.Ω
Lect.: Is 5: 1 – 7; Flp 4: 6 – 9; Mt 21: 33 – 43
1. Sabemos lo que es el narcisismo, conforme a los mitos romano y griego. Literalmente se puede dar algo de esa coquetería y vanidad mientras somos adolescentes o en adultos que tardan en madurar. Pero hay otra forma en que perdura en todos nosotros el peligro de hacer de nuestra propia imagen el centro de todo. Quizás lo vivamos de manera inconsciente, como si fuera algo natural, y por eso no caemos en la cuenta de lo peligroso que es. Se da cuando vivimos todo en nuestra vida —lo que somos y tenemos— como algo central de lo que somos dueños y como si eso que somos lo conociéramos ya perfectamente. Como si no tuviéramos que aprender y compartir con otros lo que somos, lo que hacemos o dejemos de hacer con nuestras cualidades, nuestras funciones y tareas y nuestras pequeñas o grandes posesiones. En otro estilo literario y con otra intencionalidad distinta de los mitos griegos, la parábola evangélica y el canto de Isaías de la viña tocan un tema parecido: la tentación tan humana de perder la perspectiva de nuestra ubicación en la vida, en relación con los demás, con la naturaleza y, en definitiva, con Dios, y de manera inconsciente y superficial, perder de vista que con nuestra propia persona, con los cargos que podemos ser llamados a ejercer, con los productos de nuestra profesión y trabajo, no tenemos más que una función de administradores, no de propietarios y que, por tanto, se nos piden dos cosas: crecer y producir frutos y no excluir a los demás del beneficio de esos frutos.
2. Quizás algo que podría ayudarnos a superar esa tentación de creer que ya sabemos lo que somos y de que eso está bajo nuestro control sería caer en la cuenta de que para crecer y producir frutos primero tenemos que descubrir lo que cada uno de nosotros es en la mente de Dios, y que se nos ha dado para trabajarlo, desarrollarlo y compartirlo como imagen y semejanza suya. Esto no es algo superficial. Es algo que exige esfuerzo y dedicación constante. Equivale, dice la parábola, a descubrir el reino de Dios. No podemos confundir lo que somos, como Narciso, con lo que se refleja en el espejo, es decir, con lo que otros opinan de nosotros y con la opinión que tenemos de nosotros mismos. Estas formas de vernos a menudo son desacertadas, y solo reflejan lo que está de moda, lo que son los prejuicios de la sociedad, y el resultado de lo que hemos llegado a ser en la vida, viviendo sin mayores exigencias. Pero si somos imagen y semejanza de Dios, descubrir lo que somos supera cualquier imaginación, nos lanza a una tarea continua hacia horizontes que rompen nuestros esquemas, nuestra miopía y que, al final, nos llevan a sumergirnos en la misma vida de Dios, donde establecemos plena comunión con todos los demás que también son imagen y semejanza suya. El narcisismo aísla y paraliza, mientras que la conciencia de administrar algo divino que nos ha sido dado para cultivar, nos desarrolla y nos lleva a la comunión.
3. Una última reflexión debemos, al menos mencionar. Esto que decimos de nuestra vida personal también se aplica a nuestra función como Iglesia, como sacerdotes u obispos. La Iglesia, por necesidades lógicas, requiere una organización y una jerarquía, requiere distribución de tareas y cargos. Pero en todo eso debemos también actuar como meros administradores, no como propietarios ni como si fuéramos los protagonistas principales de la historia. El alegato de Jesús en la parábola, de manera más directa, fue precisamente con quienes habían hecho de su función religiosa un privilegio personal, una forma de dominación y no un servicio. Lo que se dio entonces entre los judíos, se ha repetido con demasiada frecuencia en la Iglesia. Confiemos en que la búsqueda honesta de lo que somos nos lleve también al ejercicio humilde de nuestra tarea como Iglesia. Expresada simbólicamente en esta comunión que estamos celebrando con la entrega completa de Jesús.Ω
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