5º domingo de Pascua, 20 abr. 08
Lect.: Hech 6: 1 – 7; 1 Pedr 2: 4 – 9; Jn 14: 1 – 12
1. A menudo nos acercamos al evangelio con una actitud muy literal, fundamentalista. Por ejemplo, en este texto de Jn, cuando oímos hablar de las moradas que hay en la casa del Padre, tendemos con ingenuidad a pensar o bien en los templos físicos, como casas de Dios, o bien en el más allá, como un cielo prometido, especie de morada posterior a este mundo. Pero si releemos el NT como adultos, esforzándonos por captar el sentido detrás de los símbolos, empezaremos a sospechar que se nos está hablando de otra realidad mucho más rica. Ya Pedro en la 2ª lectura nos daba una pista cuando nos dice que todos nosotros somos el conjunto de piedras vivas que, sobre la piedra angular que es Cristo, constituimos el templo del Espíritu. La casa, la morada de que se nos habla somos esta familia de creyentes, de hombres y mujeres renacidos del Espíritu. El evangelio de Jn nos recuerda de diversas formas que al hablar de templo y de casa de Dios no se refiere a edificios materiales, ni a promesas de otro mundo. Recordemos lo de “adorar en Espíritu y verdad” que dijo Jesús a la samaritana. Y lo de la destrucción del templo, y cuando habló del templo de su cuerpo, en discusión con los judíos. Un detalle más que importa recordar: que en la SE cuando se habla de “casa”, en general se está hablando de la familia (Por ej. casa de Israel; o, “se convirtió toda su casa”).
2. Con estas pistas y aclaraciones, al hablar de que “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”, ¿A qué se refiere? En primer lugar, queda claro que cuando Jesús habla de la “casa de su Padre”, esto significa entonces una nueva forma de relacionarnos con Dios, una nueva manera de estar Él en nosotros. Ese hecho tan extraordinario produce en nosotros una transformación extraordinaria, que permite que a seres humanos corrientes pueda llamársenos “casa”, “familia de Dios”. Lo que Jesús vivió, esa experiencia personal e íntima que explica toda su vida, la experiencia de Dios como padre amoroso, es la gracia que a cada uno se nos da también, de experimentar una nueva manera de relacionarnos con Dios, porque él viene y pone su morada en nosotros. Aún más, al decir que “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” quiere decir que a pesar de las muchas formas y circunstancias en que nos toca vivir nuestra vida humana, todas ellas pueden convertirse en formas de experimentar la inhabitación, la morada, la presencia de Dios en nosotros.
3. Este es el don, la gracia fundamental, que Jesús experimentó en su vida: que el Padre estaba en Él y Él en el Padre. Esto es lo que fue la base de vivir como él vivió, como amó, se relacionó, sufrió, y fue capaz de entregarse a los demás hasta el final. Por eso, Jesús es quien con toda autoridad y convicción puede decirnos a cada uno de nosotros que quienes hayan pasado por esta experiencia de familiaridad con Dios como Padre amoroso serán capaces de hacer obras todavía más grandes que Él —frase sorprendente, por cierto. Y entre esas obras grandes está sobre todo la de establecer un nuevo tipo de relaciones entre nosotros, como hermanos, constituir una familia humana en sentido profundo, a partir de la experiencia de nuestra relación personal e íntima con Dios, como Padre amoroso. Esta nueva forma de relaciones que ayudamos a construir como “piedras vivas”, es lo que constituye la casa, el templo, la morada de Dios que manifiesta su presencia en este mundo.Ω
Lect.: Hech 6: 1 – 7; 1 Pedr 2: 4 – 9; Jn 14: 1 – 12
1. A menudo nos acercamos al evangelio con una actitud muy literal, fundamentalista. Por ejemplo, en este texto de Jn, cuando oímos hablar de las moradas que hay en la casa del Padre, tendemos con ingenuidad a pensar o bien en los templos físicos, como casas de Dios, o bien en el más allá, como un cielo prometido, especie de morada posterior a este mundo. Pero si releemos el NT como adultos, esforzándonos por captar el sentido detrás de los símbolos, empezaremos a sospechar que se nos está hablando de otra realidad mucho más rica. Ya Pedro en la 2ª lectura nos daba una pista cuando nos dice que todos nosotros somos el conjunto de piedras vivas que, sobre la piedra angular que es Cristo, constituimos el templo del Espíritu. La casa, la morada de que se nos habla somos esta familia de creyentes, de hombres y mujeres renacidos del Espíritu. El evangelio de Jn nos recuerda de diversas formas que al hablar de templo y de casa de Dios no se refiere a edificios materiales, ni a promesas de otro mundo. Recordemos lo de “adorar en Espíritu y verdad” que dijo Jesús a la samaritana. Y lo de la destrucción del templo, y cuando habló del templo de su cuerpo, en discusión con los judíos. Un detalle más que importa recordar: que en la SE cuando se habla de “casa”, en general se está hablando de la familia (Por ej. casa de Israel; o, “se convirtió toda su casa”).
2. Con estas pistas y aclaraciones, al hablar de que “en la casa de mi Padre hay muchas moradas”, ¿A qué se refiere? En primer lugar, queda claro que cuando Jesús habla de la “casa de su Padre”, esto significa entonces una nueva forma de relacionarnos con Dios, una nueva manera de estar Él en nosotros. Ese hecho tan extraordinario produce en nosotros una transformación extraordinaria, que permite que a seres humanos corrientes pueda llamársenos “casa”, “familia de Dios”. Lo que Jesús vivió, esa experiencia personal e íntima que explica toda su vida, la experiencia de Dios como padre amoroso, es la gracia que a cada uno se nos da también, de experimentar una nueva manera de relacionarnos con Dios, porque él viene y pone su morada en nosotros. Aún más, al decir que “En la casa de mi Padre hay muchas moradas” quiere decir que a pesar de las muchas formas y circunstancias en que nos toca vivir nuestra vida humana, todas ellas pueden convertirse en formas de experimentar la inhabitación, la morada, la presencia de Dios en nosotros.
3. Este es el don, la gracia fundamental, que Jesús experimentó en su vida: que el Padre estaba en Él y Él en el Padre. Esto es lo que fue la base de vivir como él vivió, como amó, se relacionó, sufrió, y fue capaz de entregarse a los demás hasta el final. Por eso, Jesús es quien con toda autoridad y convicción puede decirnos a cada uno de nosotros que quienes hayan pasado por esta experiencia de familiaridad con Dios como Padre amoroso serán capaces de hacer obras todavía más grandes que Él —frase sorprendente, por cierto. Y entre esas obras grandes está sobre todo la de establecer un nuevo tipo de relaciones entre nosotros, como hermanos, constituir una familia humana en sentido profundo, a partir de la experiencia de nuestra relación personal e íntima con Dios, como Padre amoroso. Esta nueva forma de relaciones que ayudamos a construir como “piedras vivas”, es lo que constituye la casa, el templo, la morada de Dios que manifiesta su presencia en este mundo.Ω
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