2º domingo Cuaresma, 17 feb. 08
Lect.: Gén 12: 1 – 4 a; 2 Tim 1: 8b – 10; Mt 17: 1 – 9
1. Estamos acostumbrados, por diversas razones, a leer cada uno de los evangelios de manera fragmentada, tanto en la liturgia como en la meditación personal. Por supuesto que esto es muy rico. Sin embargo, para que lo sea más todavía, hace falta ir aprendiendo a leer el conjunto, tal y como cada evangelista lo escribió. Por ejemplo, Mt escribe su evangelio con la intención, entre otras de mostrarnos con grandes símbolos, en qué consisten los pasos y dimensiones del camino que tenemos que recorrer en el seguimiento de Jesús. Uno de esos grandes símbolos es el de la montaña. No es casualidad que, por ejemplo, Mt hable de la subida de Jesús a un monte en el momento de las tentaciones, en el de la enseñanza de las bienaventuranzas, en el envío final y en este de hoy, que llamamos de la transfiguración. ¿Por qué? Porque la montaña fue utilizado en todas las religiones mediterráneas antiguas como un símbolo del encuentro entre lo humano y lo divino. Mostrando a Jesús en el monte resalta, en primer lugar, como dice un autor, que “en Jesús se intersectan el cielo y la tierra, se unen la humanidad y la divinidad, la profundidad divina de la vida humana sale a la superficie”. Pero, al mismo tiempo, en este episodio de la transfiguración, el evangelista quiere mostrar que esta realidad manifestada en Jesús, esa unión entre lo humano y lo divino, es nuestra propia realidad. Al pedir a los 3 discípulos que suban con él no es para impactarlos con lo que él es y motivar su adoración, sino para que se impacten más bien con el descubrimiento de lo que ellos mismos son. Por eso caen rostro en tierra.
2. ¿Qué importancia tiene este descubrimiento como parte del camino, del seguimiento de Jesús? No cabe duda de que si uno llega a experimentar que en la propia vida nuestra, pequeña y limitada como es, se da ese paso de fronteras entre lo humano y lo divino, si uno llega a “oír”, no físicamente, sino en la convicción profunda que da la experiencia, que cada uno de nosotros, como Jesús, es “el hijo amado” en quien el Padre se complace, entonces nuestra vida da un giro radical. Tiene que transformarse por completo nuestra manera de ver las cosas, nuestra manera de valorar los bienes y acontecimientos de este mundo; nuestra manera de actuar. Decíamos el domingo pasado que en nuestro camino de discipulado son necesarios momentos de desierto, de separación de todo el barullo de lo cotidiano, de encontramos desnudos delante de Dios, desapegados de todo para descubrir nuestra vocación profunda en el mundo. Pero también son necesarios momentos de descubrimiento, de toma de conciencia, de experiencia de esa realidad divino – humana que somos cada uno de nosotros, para fortalecernos y regresar a lo cotidiano con toda la fuerza, y la serenidad de saber que lo santo habita en nosotros. Esto supone una gran transformación de nuestra manera habitual de vernos y de ver a los demás. No vernos como pequeños e imperfectos, depredadores que tienen que luchar entre sí para sobrevivir, sino como hijos amados del Padre que comparten una vida inagotable que es para todos.
3. Pero, ¿cómo tener estas experiencias? No hay recetas. No podemos tocar un botón, ni programarlo con computadora. Estas experiencias son un don gratuito. Lo más que podemos hacer es prepararnos, disponernos a recibirlo. ¿Cómo? Cultivando una actitud de búsqueda, de redescubrimiento de lo que es el encuentro con Dios y de lo que somos nosotros mismos; vaciándonos de moldes, dejando como Abrahán la casa y la tierra a que estamos acostumbrados; preparándonos de manera desapegada, libre de esquemas, porque de lo que se trata no es de repasar catecismos sino de abrirnos a una experiencia nueva, distinta de la vida divina en nosotros. Como dice Pablo, para que salga a la luz esa vida inmortal que ya tenemos. La cuaresma es un ejercicio de preparación para abrirnos a estas experiencias, si nos abrimos a escuchar la palabra de Dios y a compartir el pan y el vino, como si fuera la primera vez, no para repetir más de lo mismo.Ω
Lect.: Gén 12: 1 – 4 a; 2 Tim 1: 8b – 10; Mt 17: 1 – 9
1. Estamos acostumbrados, por diversas razones, a leer cada uno de los evangelios de manera fragmentada, tanto en la liturgia como en la meditación personal. Por supuesto que esto es muy rico. Sin embargo, para que lo sea más todavía, hace falta ir aprendiendo a leer el conjunto, tal y como cada evangelista lo escribió. Por ejemplo, Mt escribe su evangelio con la intención, entre otras de mostrarnos con grandes símbolos, en qué consisten los pasos y dimensiones del camino que tenemos que recorrer en el seguimiento de Jesús. Uno de esos grandes símbolos es el de la montaña. No es casualidad que, por ejemplo, Mt hable de la subida de Jesús a un monte en el momento de las tentaciones, en el de la enseñanza de las bienaventuranzas, en el envío final y en este de hoy, que llamamos de la transfiguración. ¿Por qué? Porque la montaña fue utilizado en todas las religiones mediterráneas antiguas como un símbolo del encuentro entre lo humano y lo divino. Mostrando a Jesús en el monte resalta, en primer lugar, como dice un autor, que “en Jesús se intersectan el cielo y la tierra, se unen la humanidad y la divinidad, la profundidad divina de la vida humana sale a la superficie”. Pero, al mismo tiempo, en este episodio de la transfiguración, el evangelista quiere mostrar que esta realidad manifestada en Jesús, esa unión entre lo humano y lo divino, es nuestra propia realidad. Al pedir a los 3 discípulos que suban con él no es para impactarlos con lo que él es y motivar su adoración, sino para que se impacten más bien con el descubrimiento de lo que ellos mismos son. Por eso caen rostro en tierra.
2. ¿Qué importancia tiene este descubrimiento como parte del camino, del seguimiento de Jesús? No cabe duda de que si uno llega a experimentar que en la propia vida nuestra, pequeña y limitada como es, se da ese paso de fronteras entre lo humano y lo divino, si uno llega a “oír”, no físicamente, sino en la convicción profunda que da la experiencia, que cada uno de nosotros, como Jesús, es “el hijo amado” en quien el Padre se complace, entonces nuestra vida da un giro radical. Tiene que transformarse por completo nuestra manera de ver las cosas, nuestra manera de valorar los bienes y acontecimientos de este mundo; nuestra manera de actuar. Decíamos el domingo pasado que en nuestro camino de discipulado son necesarios momentos de desierto, de separación de todo el barullo de lo cotidiano, de encontramos desnudos delante de Dios, desapegados de todo para descubrir nuestra vocación profunda en el mundo. Pero también son necesarios momentos de descubrimiento, de toma de conciencia, de experiencia de esa realidad divino – humana que somos cada uno de nosotros, para fortalecernos y regresar a lo cotidiano con toda la fuerza, y la serenidad de saber que lo santo habita en nosotros. Esto supone una gran transformación de nuestra manera habitual de vernos y de ver a los demás. No vernos como pequeños e imperfectos, depredadores que tienen que luchar entre sí para sobrevivir, sino como hijos amados del Padre que comparten una vida inagotable que es para todos.
3. Pero, ¿cómo tener estas experiencias? No hay recetas. No podemos tocar un botón, ni programarlo con computadora. Estas experiencias son un don gratuito. Lo más que podemos hacer es prepararnos, disponernos a recibirlo. ¿Cómo? Cultivando una actitud de búsqueda, de redescubrimiento de lo que es el encuentro con Dios y de lo que somos nosotros mismos; vaciándonos de moldes, dejando como Abrahán la casa y la tierra a que estamos acostumbrados; preparándonos de manera desapegada, libre de esquemas, porque de lo que se trata no es de repasar catecismos sino de abrirnos a una experiencia nueva, distinta de la vida divina en nosotros. Como dice Pablo, para que salga a la luz esa vida inmortal que ya tenemos. La cuaresma es un ejercicio de preparación para abrirnos a estas experiencias, si nos abrimos a escuchar la palabra de Dios y a compartir el pan y el vino, como si fuera la primera vez, no para repetir más de lo mismo.Ω
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