Lecturas: He 10, 34. 37-43; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9
- Estamos a unas horas de concluir, un año más, la celebración del “triduo Pascual”. Hemos meditado de nuevo, después de la entrada de Jesús en Jerusalén el domingo de Ramos, los acontecimientos centrales del Jueves y Viernes Santo.
- Es importante que nos autorevisemos para verificar si hemos profundizado en la comprensión del significado del mensaje que encierran estos días. O, si en alguna medida, nos hemos estancado en repetición de interpretaciones que no por tradicionales son más exactas. Quizás sí más rutinarias.
- Me parece oportuno mencionar algunos aspectos centrales que, ojalá, hayamos asimilado mejor.
- En primer lugar, la “Pasión de Jesús”. Aunque se tienda a reducir su significado asociándolo a “padecimiento” o “sufrimiento”, hay que recordar que la palabra “pasión” ante todo en nuestro lenguaje ordinario, se refiere a una actitud de entusiasmo, dedicación y compromiso por algo que, justamente, le “apasiona”, captura todos sus intereses y afectos. En ese sentido conmemorar la pasión de Jesús es tener en cuenta que su primera y más profunda pasión fue el Reino de Dios, es decir, lograr que la justicia de Dios rija todas las relaciones humanas, entre sí y con la naturaleza. Y, de esa manera construir un mundo, una sociedad donde todas y todos participemos fraternalmente.
- Cierto que vivir apasionadamente dedicado a esta meta con frecuencia conduce a padecer violencia de parte de quienes no comparten esos ideales, y más bien están atrapados por su afán de mantener un sistema de dominación y opresión sobre los demás; así lo muestran el arresto, el juicio, la tortura y la muerte en la cruz de Jesús. Pero todo ese sufrimiento ni era buscado por Jesús, ni deseado por el Padre, ni era necesario —como a menudo lo han enseñado algunas teologías— para lograr nuestra salvación.
- Al contrario, el mensaje de la Buena Nueva apunta a liberarnos de toda forma activa o pasiva de opresión y dominación y a mostrar que nuestra salvación está en nuestra incorporación a esa vida nueva, en plenitud, que vivió de manera desbordada Jesús de Nazaret. Lo hemos recordado en la Cena compartida del Señor, en el servicio del lavatorio de pies, en la fortaleza para enfrentar los ataques del poder injusto, incluso del religioso. Fue una vida de plenitud humana y, por lo mismo, plenamente divina, tal como se hace patente en Jesús resucitado y lo contemplamos en esta noche de Pascua invitándonos a vivir nuestra propia resurrección.Ω
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