Lect.: Hechos 9:26-31; ; I Juan 3:18-24; Juan 15:1-8
- En proclamas de algunos de los hermanos cristianos separados, y también incluso en algunos sectores católicos muy conservadores, hemos escuchado recientemente, durante la pasada campaña electoral llamadas a “conquistar para Dios” los espacios del poder político, del poder económico, de la cultura y de la educación, principalmente. Estas proclamas se han enarbolado con una actitud militante que entiende que esa “conquista para Dios” se traduce en garantizar que el nombre de Dios esté presente en leyes, en actos oficiales, en las aulas, en espacios públicos y, en fin en toda la estructura y organización de la sociedad. Mientras que grupos neopentecostales definen esta tarea como una “conquista de espacios para Dios”, otros, sobre todo católicos "viejos", con mentalidad de otras épocas, piensan en “cristianizar la sociedad” o utilizaban la expresión de “defender valores cristianos tradicionales”, para definir la tarea que, según ellos, se nos plantea a los católicos costarricenses en el siglo XXI. Sin embargo, con esta bellísima comparación de la vid, de la planta de la uva, Juan nos transmite hoy lo que era el pensamiento de Jesús en el momento culminante de la última Cena, sobre la identidad de los cristianos en medio del mundo.Y el mensaje del evangelista no tiene nada que ver con las ideas de conquista de poder y de espacios, ni de transfusión desde fuera, de estructuras sociales o leyes que se suponen “cristianas”.
- Con la gran metáfora de la relación entre la vid y los sarmientos, es decir, entre la planta de la uva con sus ramas, Juan plantea un enfoque cristiano muy distinto sobre nuestra identidad y la misión que se deriva de ella. Nos transmite un mensaje triple de Jesús: primero, que entre Jesús y sus discípulos hay una unión vital estrecha, que se recibe del mismo Espíritu de Dios que compartimos con él. Segundo, que se demuestra que esa unión se mantiene viva cuando las ramas dan frutos. No es una unión teórica, intelectual o doctrinal. Y tercero, que así como una planta o un árbol no da frutos para sí misma, para su propio provecho, así también los discípulos de Jesús: dar frutos no es para alimentarse a sí mismos, sino para proyectarse a los demás, en el servicio de la vida.
- Es tan fuerte esta metáfora y esta expresión de unidad entre lo que fue Jesús de Nazaret y sus discípulos que, quizás por honestidad con nosotros mismos reaccionemos resistiéndonos a aplicarnos el calificativo de “discípulos”. Pensamos que sí, que estamos intentando serlo, pero que muchas imperfecciones y fallas en nuestra vida no nos hacen merecedores al nombre de “discípulos”. El propio Juan, en su 1ª carta que hoy tenemos de segunda lectura, sale al paso de nuestra resistencia diciéndonos que si nos amamos, no con mero discurso, sino “con obras y según la verdad. En esto conoceremos que somos de la verdad, y tranquilizaremos nuestra conciencia ante Él, en caso de que nos condene nuestra conciencia, pues Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo.”
- Por eso podemos estar seguros de que pese a nuestros juicios de conciencia, con humildad podemos reconocernos entre los discípulos. Y el mensaje nos ayuda a caer en la cuenta de que la estrecha unión que se da entre Jesús y cada uno de nosotros trasciende la habitual relación entre Maestro y discípulos, así como las otras relaciones expresadas por otras metáforas evangélicas, por ejemplo, la del pastor y las ovejas. En la imagen de la vid y los sarmientos se nos hace ver, de inmediato, que se está hablando de cada uno de nosotros discípulos, no como meros seguidores o beneficiarios, sino como participantes y coautores de la misma actividad del Hijo, porque radicalmente participamos también de la vida y acción de aquel con quien formamos una estrecha unidad. No olvidemos que los sarmientos están en la vid, son parte de ella; no existen más que porque la vid los lleva consigo. De manera parecida el discípulo queda transformado desde dentro: su nuevo ser es el ser del Hijo.
- Esto, sin duda, es un don extraordinario, que nos supera y como don, inmerecido, una muestra de la gratuidad de Dios. Y lo único que se nos pide, nada más, es que acojamos libre y voluntariamente esa nuestra realidad humano - divina y dejemos que la actividad de Jesús y el amor que nos comparte, por nuestro medio también , se expanda, suscitando, levantando, promoviendo las semillas de vida plena, de humanidad plena que ya están en todos los hombres y mujeres; suscitándolas para que germinen, broten, crezcan y, a su vez, sigan expandiéndose. En vez de pensar en “conquistar” o en “cristianizar” desde fuera, como si la realidad de nuestros semejantes y la de nuestro mundo fuera vacía, árida o, peor aún, terreno de “espíritus malignos”, nuestra tarea es la de colaborar promoviendo la conciencia para que otros hermanos y hermanas descubran esa plenitud de vida humana profunda que todos hemos recibido, descubran el Espíritu que les da esa cualidad humana profunda y orgullosos de ella, la hagan crecer. Un Padre de la Iglesia del siglo II, san Ireneo, pronunció una frase que ha atravesado los tiempos hasta nosotros, en latín, "Gloria Dei, vivens homo", es decir, en nuestra lengua, "el hombre que vive es la gloria de Dios". Una advertencia de que no debemos preocuparnos tanto por dar gloria a Dios, defendiendo la presencia de sus símbolos, "bautizando" o "ungiendo" nuestros espacios y ámbitos de la sociedad, sino esforzándonos por el crecimiento de la vida humana plena de hombres y mujeres, de sus cualidades, sus capacidades y sus derechos. Lo que logremos de esta forma da gloria a Dios. Es el auténtico culto, en Espíritu y verdad, del que habla también el evangelista Juan (Jn 4: 20 - 24).
- Se trata de una tarea retadora para los discípulos, porque nos exige estar llenos de amor, un amor que nos pide siempre dar nuestra vida a los demás. Nos exige vivir conforme al mismo Espíritu que animó a Jesús de Nazaret. Pero también es retadora porque nos demanda una gran confianza en que las semillas de la vida plena ya están en todos, y por eso nuestra tarea es humilde: con el testimonio de nuestra propia vida, con el amor y la confianza, animar a los demás a que descubran lo que ya tienen en sí mismos, la vida del Espíritu que compartimos con Jesús, hijo de Dios, hijo del Hombre.Ω
Comentarios
Publicar un comentario