Lect.: Daniel 7:9-10, 13-14; II Pedro
1:16-19; Mateo 17:1-9
- Hemos estado escuchando en domingos anteriores, parábolas transmitidas por Mateo, en particular en su capítulo 13.. Con la parábola del sembrador, hace unas semanas, Mateo nos hablaba de la universalidad de la presencia de Dios, en todo tipo de terrenos, representando todo tipo de personas, de culturas, de situaciones, sin discriminación ninguna. Luego, con la parábola del trigo y la cizaña, el siguiente domingo, se nos representaba la habitual situación de ambigüedad en que vivimos y que nos causa incertidumbre a la hora de tomar decisiones. No es fácil discernir lo correcto según el evangelio, de lo que no lo es, porque en lo exterior y apariencia muchos comportamientos y, sobre todo, discursos, se parecen y se confunden. De ahí que en otra parábola, ya hace ocho días, el evangelista consideraba que, al modo de Salomón, el cristiano aspira a tener la sabiduría que le permite descubrir que el tesoro y la perla, es decir, lo más valioso de la vida, que se refiere a la fuerza transformadora de Dios no tenemos que angustiamos por buscarla en ninguna parte, porque está en nosotros mismos y en nuestro entorno.
- Con esta línea del mensaje calza perfectamente el relato simbólico que Mateo nos trae hoy, conocido como relato de la transfiguración. Aunque no es tanto un relato de sucesos que tuvieron lugar en un lugar y momento determinados. Más bien el texto nos quiere transmitir lo que, probablemente, fue una experiencia espiritual de Pedro, Santiago y Juan, una experiencia que nos habla más que de la transfiguración de Jesús, de la transfiguración que estos mismos discípulos experimentaron, descubriendo en sus vidas el rostro luminoso de Dios, la luz de la Buena Noticia de Jesús, que les permitía ir configurándose progresivamente con el Hijo amado, con el Hijo del Hombre, el plenamente humano, participando de su misma vida divina.
- La forma como está construido el relato, y los símbolos que usa, apuntan a orientarnos para entender la dinámica de nuestra propia vida cristiana como la integración en una sola realidad de una experiencia espiritual y nuestra experiencia cotidiana, con sus altibajos, sus limitaciones y sufrimientos, y con sus alegrías y realizaciones. Mateo quiere dejar claro, —en lo que es posible, con el lenguaje que usa—, que aunque la vida de cada uno de nosotros está ya realmente sumergida en la vida de Dios, la posibilidad de que se haga transparente la experiencia luminosa de esa realidad, es muy excepcional. Esa plenitud de vida humano divina es muy real, pero otra cosa es poder experimentarla de manera habitual. De ahí que la tentación de Pedro de contar en la cumbre del monte con unas “chozas”, unos espacios de reconocimiento permanentes de nuestra condición divina, no es sino eso, una tentación que quiere renunciar a nuestra vocación de hacer presente esa a Dios en y desde nuestra condición humana, para construir la sociedad, el mundo, conforme a la Buena Noticia del Reino. Como si fuésemos seres angélicos. Por eso, san Agustín, ya en el siglo IV, regaña a Pedro en un vigoroso sermón (Sermón 78, 6) diciéndole, “«¡Desciende [del monte], Pedro! . ¡Anuncia la palabra! ¡Insiste a tiempo y a destIempo! ¡Acarrea! ¡Cosecha!.. ¡Trabaja! ¡Suda! ¡Aguanta penalidades! .. Desciende para trabajar en la tierra, para servIr en la tierra, ser desprecIado, crucificado en la tIerra. […] ¡No busques lo tuyo' ¡Ten amor! ¡Anuncia la verdad! Entonces llegarás a la eternIdad, donde encontrarás la certeza!». Es otra forma de decir eso que supone un reto a nuestra comprensión: que la eternidad la experimentamos en el tiempo, que la certeza la obtenemos en medio de la incertidumbre. Que la vida plena se inicia y realiza en esta vida, no en otra distinta y posterior.
- Si la subida al monte simboliza la dimensión de oración de nuestra vida personal y comunitaria, (otro evangelista nos dice que jesús subiób al monte con sus amigos "a orar"), en la que cobramos conciencia de nuestra transfiguración continua, el descenso del monte expresa que ese encuentro pleno con Dios solo se da en la realidad cotidiana, cuando la vivimos dejándonos interpelar por la práctica de Jesús que nos asimila y nos compromete en su seguimiento. Es en esa práctica, y no en ninguna experiencia espectacular y extraordinaria. como iremos descubriendo nuestra identidad personal y comunitaria, la realidad humano divina que somos.Ω
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