Lect.: Éx 17:8-13; Salmo 121:1-8; II Tim 3:14–4:2; Lc 18:1-8
- No es suficiente decir que en los evangelios se nos anima a “orar sin desafallecer”. Aunque parezca de respuesta demasiado evidente, hay que preguntarse que se quiere decir por “orar”. En cada época, en cada lugar, las personas nos acercamos a la Sagrada Escritura con diferente visión, diferente madurez y, además, cada cual según nuestra diferente edad y formación. Por eso tenemos también formas distintas de leer un mismo tema bíblico. Eso pasa, también, con este de la oración. Se puede ver incluso solo fijándonos en las lecturas de la liturgia de hoy.
- En la 1ª lectura, el libro del Éxodo refleja un período de una religiosidad bastante ruda, cuando el pueblo hebreo ve a su Dios como el “Señor de los ejércitos”, y lo que le interesa es pedirle para que le conceda poder acabar con sus enemigos y destruirlos “a filo de espada”, como de hecho lo hicieron en el caso narrado hoy de enfrentamiento con los amalecitas. Para lograr este propósito tan poco humanitario es que orientan su oración.
- En el salmo, se expone otra posición un tanto diferente de los antiguos judíos, aunque todavía está presente en el fondo un ambiente de enfrentamientos bélicos: lo que el autor implora de Yahveh es la protección constante de todo daño. Más parecido a prácticas de plegarias en nuestra religiosidad popular.
- En el evangelio Lucas muestra, al menos dos y quizás tres posiciones. No recuerdo si alguna vez anterior hemos mencionado que en los textos evangélicos pueden identificarse varias “capas” sucesivas en el proceso de su composición y escritura. En este de Lucas, aparentemente, hay dos, al menos, aparte de la tradición oral previa. Una, corresponde a una parábola pronunciada originalmente por Jesús, —la de la viuda que reivindica sus derechos frente al juez injusto e irresponsable que no quiere atenderla— ; en esta parábola el Maestro quiere recalcar la importancia de orar para que Dios acabe con las situaciones de injusticia, sobre todo con los más débiles, como era el caso de la viuda. En otra capa, posterior, que parece ser un añadido de la comunidad de Lucas, se generaliza el tema de la necesidad de la oración sin relacionarlo con los problemas de injusticia, y más bien pegándolo con que la falta de fe es la que puede hacer fallar la oración.
- A nosotros, a distancia de siglos, nos ha tocado vivir en una sociedad moderna, en la que de ninguna manera nos imaginamos a Dios como un dios guerrero que nos ayuda contra nuestros enemigos; pero tampoco lo pensamos ya como un ser distante, allá muy arriba, al que debemos convencer para que nos mande premios y bendiciones. Sabemos, más bien, que estamos inmersos en él, —en Dios somos, nos movemos y existimos—, y que compartimos la vida divina de manera que nuestro reto y necesidad mayor es identificarnos cada día más con lo que ya somos. Es por eso que oramos. No para informar a Dios de lo que ya sabe, sino que oramos para entender mejor quiénes somos, y lo que debemos desear y pedir para nuestra realización plena. Por eso decía san Agustín en una Carta que en la oración “nuestro Dios y Señor no pretende que le descubramos nuestros deseos, pues él ciertamente no puede desconocerlos, sino que pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear sus dones, para que así nos hagamos más capaces de recibirlos.” Es decir, sus dones, —sobre todo la vida y el amor divinos de los que ya participamos— son muy grandes, y nuestra capacidad de recibirlos a menudo es pequeña e insignificante. Por eso, la oración apunta a ensanchar nuestro corazón de manera que podamos más plenamente entrar en comunión con el Dios que habita en nosotros y ser capaces de proyectar en nuestras relaciones humanas y con la naturaleza esa vivencia de comunión, —en particular con quienes más sufren la marginación y el los bloqueos para su realización humana.Ω
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