Lect.: Deut 4,32-34.39-40, Romanos 8,14-17, Mt 28,16-20
1.
En un tiempo como el actual a la mayoría de los
católicos no se nos ocurre pensar que somos los únicos “salvados”, los
privilegiados de este mundo. La verdad es que esto lo entendemos no solo porque
el tema de la “salvación” no se plantea ya en los términos tradicionales.
También lo comprendemos al releer textos de las raíces cristianas. Pablo mismo
en la 2ª lectura de hoy dice que “todos
los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios”. Superando el
exclusivismo judío de la época no hace excepción por credo, etnia o cultura. Y san
Agustín diría luego, en nombre de cualquier persona y refiriéndose a la
presencia de Dios en los seres humanos, que lo que llamamos Dios es “lo que me
es más íntimo que lo más íntimo en mí”. Si
esto nos habla, entonces, de la apertura universal humana al encuentro con
Dios, y de la multiplicidad de caminos y tradiciones espirituales para
realizarlo, puede que sintamos la necesidad de preguntarnos ¿para qué entonces
somos cristianos?
2.
Mateo
nos lo responde al recordarnos al final de su evangelio, que ser cristianos no es una cuestión de
privilegio sino de una misión, un encargo al que se nos invita a aceptar o
no de manera libre. Y de manera
sintética presenta la misión como una invitación doble: a ser y a hacer
“discípulos” de Jesús de todos los pueblos y a “bautizar en el nombre del
Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Este doble encargo, que a fuerza de
repetición rutinaria puede sonar de la manera más institucional posible, admite
una lectura mejor encuadrada. En primer lugar, Mateo habla de “discípulos”, no
de adherentes, ni de seguidores, ni de matriculados, ni menos aún de
reclutados. Ni siquiera de cristianos. Entendemos desde la antigüedad que ser
discípulo o aprendiz es alguien que ha decidido estar con una persona,
un maestro, con el propósito de ser capaz de hacer lo que esa persona hace y lo que esa persona es. No es lo
mismo que alumno, que es quien se matricula con un profesor para seguir un
curso.
3.
El segundo elemento que Mateo aclara es que,
precisamente por ser discípulos en este sentido fuerte, es que son enviados a “bautizar”. Ya vimos el
domingo pasado lo que esto significaba. Jesús, era “aquél que viene a “bautizarnos en Espíritu Santo”. No a otra cosa puede enviar también a los discípulos. La misión de éstos no
puede ser distinta que la misma misión
del Maestro Jesús, Ni de otra cosa podían ser discípulos: a sumergirnos y a sumergir a nuevos
discípulos, en el Espíritu Santo, es decir, en la vida plena, en abundancia.
Sería un error y un cortedad de miras pensar que los envía a bautizar en el
sentido ritual, reproduciendo la tarea de Juan, el Bautista. Ya nos quedó claro
esto por boca de este mismo, como lo comentábamos el domingo pasado.
4.
Podríamos todavía preguntarnos, ¿de dónde sale
esta adición de bautizar en el nombre del Padre, Hijo y Espíritu Santo y no
solo del Espíritu? ¿Es acaso una confesión de una doctrina un tanto esotérica,
exclusiva del grupo? En realidad es otra
forma de explicar lo que ya decía el “bautismo en el Espíritu Santo”, pero
que lo explican conforme lo van entendiendo mejor las primeras comunidades; es
una manera de desagregar los rasgos de
lo que iban entendiendo por la plenitud de vida descubierta en Jesús. La experiencia
de las primeras comunidades les permite ver que la vida abundante, que realiza
plenamente a los seres humanos, conlleva tres dimensiones: vivir como discípulos de Jesús, en el sentido que lo acabamos de
decir, aprendiendo libremente a ser como él, y a actuar como él; en relación filial —no de terror, ni de
sumisión a la autoridad— con un Dios que
ven como Padre, fuente de la vida; descubriéndose como hijos en el Hijo, lo que
genera una relación fraterna con todos
los demás y conducidos en lo profundo
de nuestro ser por el Espíritu del mismo Dios. Esto es lo que para los primeros
cristianos abría las puertas a una vida plena. Participamos del Padre que es donación de ser y de vida, del Hijo que es
recepción de esa vida, que todo lo recibe del Padre, y llevamos esta
forma de vida movidos, conducidos por el
Espíritu Santo que es el Dinamismo
que hace posible tanto la entrega como la acogida.
5. El
encargo o misión consistía, pues, en ayudar a gentes de todos los pueblos a que
descubrieran la riqueza de esta “vida abundante”. A esta forma de ser humanos la
teología posterior la llamó vida
trinitaria y la consideró reflejo de la vida divina. Y en descubrir en uno
mismo estas dimensiones de humanidad – divinidad plena y en trabajar por la
vida y ayudar a desarrollarla en plenitud, consiste ser discípulo de Jesús. No se
trataba de conocimientos intelectuales, para alumnos que quieren estudiar el
“tema de Dios”, —por importante que sea este estudio—, sino de aprender a vivir la vida propia, como
la viviría Jesús, hijo, hermano. No en una imitación material, fundamentalista
y anacrónica de Jesús, sino en realizar lo que cada uno de nosotros es, y
vivirlo con esa relación filial y fraterna, para llevar a cabo la buena noticia
del Reino, en el propio campo de trabajo y de todas las relaciones, conforme a
la propia identidad personal. Ω
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