Lect.: Ezequiel 17,22-24, II Corintios 5,6-10; Marcos
4,26-34
1. En
gran medida creo que podemos decir que los seres humanos actuamos según lo que
nos creemos ser. La imagen que tenemos de nosotros mismos, —y, por extensión,
de los demás—, determina mucho nuestra acción o inacción. Nuestras petulancias
o nuestras inseguridades nos hacen luego “jugar de vivos” , como se dice
popularmente en Costa Rica, o, por el contrario, vivir acomplejados o
resentidos con todos y con todo. Y quizás, por alguna de estas razones, ser
agresivos con los demás, posesivos de los que creemos amar y destructivos de
los que nos disgustan. No es lo mismo tener una autoconciencia enfermiza que
una sana.
2. En
el texto de este domingo, Marcos nos invita a descubrir en Jesús el tipo de ser
humano que cuenta con una conciencia sana, fecunda de sí mismo. Sabemos que
cuando Jesús habla del Reinado de Dios, está hablando de sí mismo, de cómo
entiende ese espacio o ámbito interior en el que su ser más auténtico se funde
con la realidad mayor que llamamos Dios. Con quien él llamaba Padre, “Abbá” y
que podríamos llamar también “madre”, expresando con ambos términos la fuente
de la vida. Ambas breves parábolas de hoy expresan esa autoconciencia al hablar
del grano sembrado, y del grano de mostaza. Nos revelan un par de cosas de gran
importancia sobre la forma cómo vivió Jesús, en su dimensión humana, el
encuentro con Dios, lo que equivale a decir cómo realizó en él mismo el reinado
de Dios. Y nos ayudan, así, a tomar mejor conciencia de lo que somos como seres
humanos plenos.
3. En
primer lugar, para Jesús la comunión con Dios, es algo que se realiza sin que nos demos
cuenta de su avance, ni importe que nos demos cuenta. El Reinado, la presencia
de Dios no es ninguna realidad distinta de Dios mismo, ni de nosotros mismos. Es la semilla divina que ya está ahí sembrada
inseparablemente en cada uno de nosotros. Está ahí y opera con gran
fecundidad. No se trata, al decir esto, de ninguna creencia mágica o esotérica.
Sino de comparar esa presencia con la misma dinámica de la vida. En la semilla
vegetal y en la semilla humana, la fuerza de la vida está presente y actúa, en
independencia del grado de conciencia que tengamos de su acción, de que se vea
o no se vea. No tenemos que “merecerla”, ni “generarla”.
4. En
segundo lugar, esa unión con Dios, de apariencia
insignificante al principio, va creciendo y se va manifestando cada vez más,
siguiendo la misma dinámica de evolución del ser humano, de manera progresiva
en nuestra vida, para beneficio de los demás, como una pequeña planta puede
desarrollarse en un árbol en el que vengan a vivir multitud de animales, aves,
insectos e incluso otros más voluminosos.
5. La conciencia de sí mismo que proporciona esta
experiencia espiritual no anula nuestra participación en el proceso de
crecimiento, sino que nos convierte en parte de una realidad y de una dinámica
mayor que nosotros mismos. Cuando sembramos y sembramos en las condiciones
adecuadas, solo estamos renunciando a aislarnos de esa realidad, inducidos por
el engaño de pensarnos autosuficientes.
6. Es
la conciencia de lo que somos lo que da lugar a la confianza, a la paciencia
con el ritmo de evolución propia y ajena, y a la paz interior. Jesús pudo vivir
constantemente en esta conciencia de sí mismo y a partir de ahí, toda su manera
de ser, de dar y recibir, en una real con – vivencia, en sentido propio, no
solo no viendo a los demás como rivales o competidores, sino como partes de sí
mismo —ramas de una misma planta—. No viendo las imperfecciones propias de
nuestro ser de creatura como motivo de desaliento, sino como estímulo al
avance, al aprendizaje, a la superación de etapas todavía inmaduras.Ω
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