Lect.: Hechos
9,26-31, I Jn 3,18-24, Jn 15,1-8
1. Para quienes no hemos nacido,
ni nos hemos criado en un país vitivinícola, —es decir, de producción de uva y
vino, como era la Palestina de Jesús—, se da el riesgo de perdernos parte de la
riqueza de la metáfora de hoy. Imaginar que Él es la vid y nosotros los
sarmientos no nos resulta fácil a quienes quizás nunca hemos visto una “mata de
uva” ni conocemos cómo se cultiva, o cómo y por qué se poda. Por esta vez
tenemos que limitarnos a aceptar que la comparación tiene algo en común con
otros ejemplos agrícolas. De ahí podemos
deducir que el texto nos está hablando de una
forma de unidad entre nosotros, Jesús y el Padre Dios, tan estrecha como la
que tiene una planta por cuyo tronco, ramas y hojas circula la misma savia vital. Esto hace que el
Padre Dios, Jesús y todos nosotros no seamos, en nuestra identidad profunda,
entidades separadas sino estrechamente
unidas en una sola realidad. Y esa savia es la vida del Espíritu de Dios
que nos alienta, como alentó todo lo que Jesús hizo, lo que habló y enseñó, lo
que le alegró y sufrió.
2. No es fácil concebir esta
forma de unión, porque estamos acostumbrados a entendernos como individuos
separados y a pensar a Dios “allá” o, en todo caso, “afuera” de lo que somos, y
a nosotros “acá”. Y casi más difícil todavía es tratar de entender lo que el
evangelista nos quiere decir con esa expresión de “permanecer” en Jesús. Aquí va más allá de la comparación con la
vid y los sarmientos. Esta palabra “permanecer” está en el corazón del
evangelio de Juan y la pone en diversas ocasiones en labios de Jesús. Se puede
traducir también por “morar”, “habitar”, “estar
presente en”… y quiere expresar de
manera muy radical esa forma de “relacionarnos con Dios” y con nosotros mismos.
“Permanecer en Jesús”, “permanecer en Dios”, no tiene un sentido espacial,
geográfico. No se trata de que haya que ir a ciertos lugares en donde
encontremos a Dios —los templos, las actividades religiosas, los lugares de
retiro…— Se trata más que de lugares específicos de una forma de vivir, estando
presentes en Dios, no importa en cuál lugar o situación nos
encontremos. (Nada fácil porque a menudo dispersos, no estamos ni siquiera
presentes a nosotros mismos y al momento que vivimos). Según Juan eso lo
logramos cuando “permanecemos”, cuando “habitamos” en las palabras de Jesús, en
sus mandamientos, es decir, en “su” mandamiento, el mandamiento del amor. El
amor que no puede confundirse con la tendencia a poseer a los demás, a
simplemente considerarlos como objetos de nuestro disfrute, es lo que permite
que la “savia” del Espíritu de Dios circule en todo mi ser y me una con el de
los demás, estando presente, con todos nuestros sentidos despiertos, a lo que
cada uno es, a sus cualidades y a sus necesidades.
3. La metáfora de la vid, la
invitación a “morar en”, no intentan ser más que pequeñas ayudas para que
cambiemos nuestra manera de ver lo religioso y podamos caer en la cuenta de que
lo religioso no se distingue de lo plenamente humano. Y que cuanto más
crezcamos en la capacidad de estar presentes a nosotros mismos, en el momento
en que nos encontramos, más nos abrimos para estar presentes a los demás y
presentes, por tanto, en Dios, habitando en Él.
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