Fiesta de la Epifanía, 4 ene. 09
Lect.: Is 60: 1 – 6; Ef 3: 2 – 3 a. 5 – 6; Mt 2: 1 – 2
1. Los relatos de este tiempo de Navidad no pretenden en ningún momento ser una narración histórica. Son, más bien, como un gran tapiz, hermosas obras de arte, pinturas con las que las comunidades de Mt y Lc han querido expresar aspectos inexpresables de lo que significó el nacimiento de Jesús. Los conceptos y la narración histórica resultan insuficientes. Es preciso recurrir a metáforas, imágenes, símbolos, pequeñas historietas de inspiración bíblica para atraer y despertar nuestra mente a la contemplación de significados del mensaje evangélico que van más allá de lo que uno puede ver con los ojos. De este tipo de relatos es también este que llamamos de los “reyes magos”. Sería absurdo verlos como si se tratara de una narración fotográfica de hechos. Preguntarnos cómo era posible que una estrella se moviera para guiarlos, cómo se les pierde por un rato y cómo luego se detiene justo encima de la casa de María y José. No tendría sentido preguntarse si eran tres, o doce o veinte y pico. Ni para qué le podían servir al Niño o a su madre el incienso y la mirra. Como en una obra de arte simbólica, la llegada de estos astrólogos orientales y la manera de presentarlos solo quiere mostrarnos un gran cuadro que representa el encuentro de Oriente y Occidente, el encuentro de todas las culturas y pueblos que se descubren mutuamente como hermanos a la luz de la venida del Mesías. Por eso es que la tradición ha llamado a esta fiesta de la “epifanía” que quiere decir, iluminación, manifestación. Es una forma de decir que el nacimiento y la vida de Jesús debe ser luz para todo el mundo y no solo para un pueblo, para una cultura, para una sola Iglesia. Es luz que ayude al descubrimiento de lo que significa ser profunda y verdaderamente humano. Luz que ayude a que las culturas y pueblos se encuentren en pie de igualdad y fraternidad.
2. Lamentablemente en el momento en que nosotros tranquilamente celebramos en este templo esta fiesta de unidad la misma tierra que llamamos santa porque ahí nació Jesús, está desgarrada y cubierta de sangre, de centenares de víctimas civiles en un conflicto violento y desproporcionado entre israelíes y palestinos. Por desgracia es un episodio más de un enfrentamiento de culturas y de tradiciones religiosas atizado por las guerras de Irak, de Afganistán, del Líbano y de Israel, que han herido en lo más hondo a la humanidad todavía más en los últimos veinte años. Por supuesto, no podemos dedicar una homilía en el templo a un análisis político de un enfrentamiento militar como el que está produciendo la masacre en Palestina. Pero tampoco podemos celebrar la fiesta de la epifanía, como si nada pasara en el resto del mundo. Como si a Costa Rica no la afectara el juego político de las grandes potencias. Y, sobre todo, lo que no podemos a la luz de esta fiesta de hoy es olvidar el papel de la Iglesia, como comunidad de seguidores de Jesús. Una Iglesia universal no es la que pretende construirse al estilo de esos grandes imperios intentando subyugar a los pueblos y someterlos a una única forma de vivir la fe y la religión. El papel universal de la Iglesia es el de ser luz, como Jesús, para que las diferentes culturas, pueblos, mentalidades, las diferentes tradiciones religiosas se encuentren, se descubran en su valor humano más original y se vean como complementarias como para construir una humanidad plural, una rica sinfonía de diversidades, que apenas alcanza a reflejar la inmensidad de Dios. El papel de la Iglesia siempre ha de ser de conciliadora y constructora de diálogo. Solo así puede ser luz para todos. Cierto que esto es un llamado especial al papel que le corresponde desempeñar al Papa, por su función a nivel mundial. Pero es también una tarea que se nos impone a nosotros cristianos al pequeño nivel de nuestro país, construir el diálogo entre los diferentes, entre diferentes prácticas religiosas y éticas, diversas mentalidades y diversos intereses. Esa puede ser nuestra modesta contribución a la paz, incluso para que Occidente pueda llegar a ser más humano y civilizado en su encuentro con Oriente y el resto del mundo.Ω
Lect.: Is 60: 1 – 6; Ef 3: 2 – 3 a. 5 – 6; Mt 2: 1 – 2
1. Los relatos de este tiempo de Navidad no pretenden en ningún momento ser una narración histórica. Son, más bien, como un gran tapiz, hermosas obras de arte, pinturas con las que las comunidades de Mt y Lc han querido expresar aspectos inexpresables de lo que significó el nacimiento de Jesús. Los conceptos y la narración histórica resultan insuficientes. Es preciso recurrir a metáforas, imágenes, símbolos, pequeñas historietas de inspiración bíblica para atraer y despertar nuestra mente a la contemplación de significados del mensaje evangélico que van más allá de lo que uno puede ver con los ojos. De este tipo de relatos es también este que llamamos de los “reyes magos”. Sería absurdo verlos como si se tratara de una narración fotográfica de hechos. Preguntarnos cómo era posible que una estrella se moviera para guiarlos, cómo se les pierde por un rato y cómo luego se detiene justo encima de la casa de María y José. No tendría sentido preguntarse si eran tres, o doce o veinte y pico. Ni para qué le podían servir al Niño o a su madre el incienso y la mirra. Como en una obra de arte simbólica, la llegada de estos astrólogos orientales y la manera de presentarlos solo quiere mostrarnos un gran cuadro que representa el encuentro de Oriente y Occidente, el encuentro de todas las culturas y pueblos que se descubren mutuamente como hermanos a la luz de la venida del Mesías. Por eso es que la tradición ha llamado a esta fiesta de la “epifanía” que quiere decir, iluminación, manifestación. Es una forma de decir que el nacimiento y la vida de Jesús debe ser luz para todo el mundo y no solo para un pueblo, para una cultura, para una sola Iglesia. Es luz que ayude al descubrimiento de lo que significa ser profunda y verdaderamente humano. Luz que ayude a que las culturas y pueblos se encuentren en pie de igualdad y fraternidad.
2. Lamentablemente en el momento en que nosotros tranquilamente celebramos en este templo esta fiesta de unidad la misma tierra que llamamos santa porque ahí nació Jesús, está desgarrada y cubierta de sangre, de centenares de víctimas civiles en un conflicto violento y desproporcionado entre israelíes y palestinos. Por desgracia es un episodio más de un enfrentamiento de culturas y de tradiciones religiosas atizado por las guerras de Irak, de Afganistán, del Líbano y de Israel, que han herido en lo más hondo a la humanidad todavía más en los últimos veinte años. Por supuesto, no podemos dedicar una homilía en el templo a un análisis político de un enfrentamiento militar como el que está produciendo la masacre en Palestina. Pero tampoco podemos celebrar la fiesta de la epifanía, como si nada pasara en el resto del mundo. Como si a Costa Rica no la afectara el juego político de las grandes potencias. Y, sobre todo, lo que no podemos a la luz de esta fiesta de hoy es olvidar el papel de la Iglesia, como comunidad de seguidores de Jesús. Una Iglesia universal no es la que pretende construirse al estilo de esos grandes imperios intentando subyugar a los pueblos y someterlos a una única forma de vivir la fe y la religión. El papel universal de la Iglesia es el de ser luz, como Jesús, para que las diferentes culturas, pueblos, mentalidades, las diferentes tradiciones religiosas se encuentren, se descubran en su valor humano más original y se vean como complementarias como para construir una humanidad plural, una rica sinfonía de diversidades, que apenas alcanza a reflejar la inmensidad de Dios. El papel de la Iglesia siempre ha de ser de conciliadora y constructora de diálogo. Solo así puede ser luz para todos. Cierto que esto es un llamado especial al papel que le corresponde desempeñar al Papa, por su función a nivel mundial. Pero es también una tarea que se nos impone a nosotros cristianos al pequeño nivel de nuestro país, construir el diálogo entre los diferentes, entre diferentes prácticas religiosas y éticas, diversas mentalidades y diversos intereses. Esa puede ser nuestra modesta contribución a la paz, incluso para que Occidente pueda llegar a ser más humano y civilizado en su encuentro con Oriente y el resto del mundo.Ω
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