4º domingo de Adviento, 21 dic. 08
Lect.: 2 Sam 7: 1 – 5. 8b – 11. 16; Rom 16: 25 – 27; Lc 1: 26 – 38.
1. Hay una frase muy llamativa en la 1ª lectura de hoy, la que Yavé, Dios, le pide al profeta que le diga a David: “¿Eres tú quien me va a construir una casa a mí?” Uno puede notar, por el contexto, la ironía en la pregunta, como diciendo: “no seas tan ingenuo y pretencioso, cómo un ser humano va a tener la iniciativa de construir una casa a Dios”. Y por si acaso no lo entiende, aclara en un versículo que omitió el texto incluido hoy en la misa, “Dios te anuncia que es Él quien te va a construir una casa”. El mensaje es transparente: todo el misterio de la vida divina, de la vida espiritual, trasciende nuestras posibilidades ordinarias. Nosotros por propia iniciativa, conforme a nuestros criterios, no podemos “construirle casa” a Dios en un doble sentido. Ni podemos construir un templo, una religión, en el cual encerrar la presencia del Altísimo, ni tampoco intelectualmente podemos, por decirlo así, construir una “casa conceptual”, es decir, construir una teología, unas doctrinas, unos dogmas en los cuales encerrar la comprensión del misterio de esa inmensa realidad que llamamos Dios. Es una pretensión humana que si no fuera por lo ingenuo, sería terriblemente soberbia, la de afirmar que el templo, la religión que yo he construido es el único lugar donde está el Dios verdadero; o decir, solo yo y mi grupo, mi iglesia, tienen la plenitud de la verdad divina. Todas las construcciones humanas, según la lógica de cada época y de cada cultura tienen por supuesto algún valor, pero solo en la medida en que mantengan conciencia de que son esfuerzos limitados, parciales.
2. Cuando Dios toma la iniciativa para manifestar el misterio eterno, mantenido en secreto por siglos, como dice Pablo hoy, quiebra todas las expectativas humanas y nos deja desconcertados. A David le dice que le va a construir casa, pero no se refiere a un edificio material, sino al pueblo que constituirán sus descendientes, será en ese pueblo donde se haga visible la presencia de Dios. Y a María en la anunciación le dice, que Dios se manifestará en el hijo que va a nacer de sus entrañas. Esta es la revelación más audaz del misterio de Dios: comunicarnos que en un ser humano pleno, en nuestra carne y sangre decide manifestarse la divinidad. Es una revelación audaz porque la tendencia que tenemos es todo lo contrario, es la de pensar que esto es imposible: que una cosa es Dios, y otra sus criaturas humanas. Tendemos a bajarnos siempre el piso, a pensar que lo humano, lo que nace de una pareja humana nunca puede ser portador de Dios. Nos choca aceptar que somos templo del Espíritu Santo, que somos en sentido real hijos de Dios. Es curioso, no sé si lo han pensado: por nuestra fe estamos abiertos a pensar que un templo es la Casa de Dios, nos hemos acostumbrado a pensar que el Señor está en el Sagrario; no nos cuesta arrodillarnos delante de lo que vemos como un pedazo de pan, en la eucaristía. Pero en cambio, nos resistimos a aceptar que en la Encarnación de Dios en Jesús se ha revelado ese misterio eterno, el misterio de nuestra propia vida que consiste en el nacimiento de Dios en cada uno de nosotros. Y para sacudir nuestra incredulidad es que cada diciembre la Iglesia vuelve a darnos la oportunidad de releer el tema del nacimiento de Cristo. Para que intentemos abrirnos a descubrir nuevas dimensiones del misterio, superando nuestras propias rutinas religiosas, las formas tradicionales pero insuficientes de entender lo que significan las narraciones del nacimiento de Jesús, como grandes símbolos del nacimiento de Dios en nosotros, de nuestro propio nacimiento a la vida en el Espíritu. Más que un perfeccionamiento moral, una transformación humana total. No es nada fácil, pero confiemos en que este mismo Espíritu nos dará la disposición para este descubrimiento.Ω
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