9º domingo to, 1 jun. 08
Lect.: Dt 11: 18. 26 – 28. 32; Rom 3: 20 – 25 a. 28; Mt 7: 21 – 27
(en misa de Iglesia de Santo Domingo, Santiago de Chile).
1. Agradezco que se me haya invitado a compartir con Uds. esta eucaristía. (Presentación). No siempre resulta fácil comentar la palabra con una comunidad que uno no conoce. En una sociedad tan plural como la que nos ha tocado vivir, diversas circunstancias personales, sociales, culturales, económicas hacen que a menudo hagamos lecturas diversas de la palabra de Dios. No solo tenemos diferencias de país a país, sino que con frecuencia las encontramos dentro de la misma ciudad y no solo entre una comunidad cristiana y otra, sino también dentro de los que vivimos juntos familiarmente o juntos celebramos cada domingo la eucaristía. Por eso no es extraño, aunque pueda resultar chocante, que la religión, que debería ser siempre vínculo de comunión y de paz, a veces se vuelva motivo de confrontación: cristianos versus musulmanes, católicos vs protestantes, e incluso dentro de la misma Iglesia católica, la generación de los papás vs la de los hijos más jóvenes, o entre teólogos, maestros de religión y ministros de diversa tendencia.
2. Aunque todas estas diferencias son inevitables, los textos de la liturgia de hoy nos dan fraternalmente pistas para evitar que esas diferencias se tornen en conflictos dañinos. Mt dentro de esta colección de dichos de Jesús nos advierte de un error que fácilmente cometemos los creyentes: darle prioridad al discurso religioso. El peligro no es tan solo, como solemos entender este texto, que hablemos muchas palabras bonitas y luego no las pongamos en práctica. El problema más amplio es tomar las palabras, las doctrinas, los discursos que los seres humanos fabricamos para intentar entender la palabra de Dios, y darles más importancia por encima de lo que es realmente valioso: escuchar la voz misma de Dios, abrirse al maestro interior, al Espíritu que habita en nuestros corazones. Él es el que puede conducir nuestra vida y la puede configurarnos cada vez más como discípulos de Jesús. Fijémonos que antes de insistir en que pongamos las palabras en práctica, Mt insiste en que escuchemos la palabra de Jesús. E incluso el Dt nos recuerda que ese oír es grabar esas palabras en lo más íntimo de nuestro corazón. Porque el peligro siempre está presente: que por no escuchar, no abrirnos, no disponernos a oír la voz de Dios, sustituyamos esa palabra por la de falsos profetas —y falsos profetas podemos ser cualquiera de nosotros que sacralice, que absolutice una explicación religiosa. Es el peligro de haber dejado de oir, en relación personal y comunitaria, al Espíritu que nos habla al corazón a través de nuestra conciencia, de nuestros mejores sentimientos y a través de los rostros de Cristo que nos rodean en los más necesitados y excluidos.
3. Pablo recuerda en la 2ª lectura el problema de sacerdotes y maestros de la ley de la época de Jesús, que a la Ley entregada por Moisés, y que era un medio para guiar al pueblo, la habían llegado a confundir con la misma fuente de santificación. Y, en el fondo, también cometían el error de olvidar que no solo los discursos humanos, tampoco las obras humanas nos ganan la salvación, porque no tenemos méritos propios para obtener lo que es por completo obra de la gracia, regalo gratuito de la misericordia de Dios. Ante esta gratuidad todos nuestros esfuerzos no se dirigen a ganar puntos delante de Dios sino, simplemente, a desapegarnos de nosotros mismos, de nuestras creencias e ideologías, de nuestras propias tradiciones y teologías, a usarlas solo como medios, pero sin que sean obstáculos para la obra que el Espíritu de Cristo realiza en cada uno de nosotros.
4. Tratando de vivir así en nuestra vida religiosa, la misma actitud compasiva y misericordiosa que tiene Dios con nosotros será la que marque nuestras relaciones con los demás y será lo que haga de la religión un instrumento de paz y comunión y no de conflicto y enfrentamiento.Ω
Lect.: Dt 11: 18. 26 – 28. 32; Rom 3: 20 – 25 a. 28; Mt 7: 21 – 27
(en misa de Iglesia de Santo Domingo, Santiago de Chile).
1. Agradezco que se me haya invitado a compartir con Uds. esta eucaristía. (Presentación). No siempre resulta fácil comentar la palabra con una comunidad que uno no conoce. En una sociedad tan plural como la que nos ha tocado vivir, diversas circunstancias personales, sociales, culturales, económicas hacen que a menudo hagamos lecturas diversas de la palabra de Dios. No solo tenemos diferencias de país a país, sino que con frecuencia las encontramos dentro de la misma ciudad y no solo entre una comunidad cristiana y otra, sino también dentro de los que vivimos juntos familiarmente o juntos celebramos cada domingo la eucaristía. Por eso no es extraño, aunque pueda resultar chocante, que la religión, que debería ser siempre vínculo de comunión y de paz, a veces se vuelva motivo de confrontación: cristianos versus musulmanes, católicos vs protestantes, e incluso dentro de la misma Iglesia católica, la generación de los papás vs la de los hijos más jóvenes, o entre teólogos, maestros de religión y ministros de diversa tendencia.
2. Aunque todas estas diferencias son inevitables, los textos de la liturgia de hoy nos dan fraternalmente pistas para evitar que esas diferencias se tornen en conflictos dañinos. Mt dentro de esta colección de dichos de Jesús nos advierte de un error que fácilmente cometemos los creyentes: darle prioridad al discurso religioso. El peligro no es tan solo, como solemos entender este texto, que hablemos muchas palabras bonitas y luego no las pongamos en práctica. El problema más amplio es tomar las palabras, las doctrinas, los discursos que los seres humanos fabricamos para intentar entender la palabra de Dios, y darles más importancia por encima de lo que es realmente valioso: escuchar la voz misma de Dios, abrirse al maestro interior, al Espíritu que habita en nuestros corazones. Él es el que puede conducir nuestra vida y la puede configurarnos cada vez más como discípulos de Jesús. Fijémonos que antes de insistir en que pongamos las palabras en práctica, Mt insiste en que escuchemos la palabra de Jesús. E incluso el Dt nos recuerda que ese oír es grabar esas palabras en lo más íntimo de nuestro corazón. Porque el peligro siempre está presente: que por no escuchar, no abrirnos, no disponernos a oír la voz de Dios, sustituyamos esa palabra por la de falsos profetas —y falsos profetas podemos ser cualquiera de nosotros que sacralice, que absolutice una explicación religiosa. Es el peligro de haber dejado de oir, en relación personal y comunitaria, al Espíritu que nos habla al corazón a través de nuestra conciencia, de nuestros mejores sentimientos y a través de los rostros de Cristo que nos rodean en los más necesitados y excluidos.
3. Pablo recuerda en la 2ª lectura el problema de sacerdotes y maestros de la ley de la época de Jesús, que a la Ley entregada por Moisés, y que era un medio para guiar al pueblo, la habían llegado a confundir con la misma fuente de santificación. Y, en el fondo, también cometían el error de olvidar que no solo los discursos humanos, tampoco las obras humanas nos ganan la salvación, porque no tenemos méritos propios para obtener lo que es por completo obra de la gracia, regalo gratuito de la misericordia de Dios. Ante esta gratuidad todos nuestros esfuerzos no se dirigen a ganar puntos delante de Dios sino, simplemente, a desapegarnos de nosotros mismos, de nuestras creencias e ideologías, de nuestras propias tradiciones y teologías, a usarlas solo como medios, pero sin que sean obstáculos para la obra que el Espíritu de Cristo realiza en cada uno de nosotros.
4. Tratando de vivir así en nuestra vida religiosa, la misma actitud compasiva y misericordiosa que tiene Dios con nosotros será la que marque nuestras relaciones con los demás y será lo que haga de la religión un instrumento de paz y comunión y no de conflicto y enfrentamiento.Ω
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