4º domingo de adviento, 23 diciembre 2007
Lect.: Is 7: 10 – 14; Rom 1: 1 – 7; Mt 1: 18 – 24
1. Hoy terminamos un recorrido de 4 semanas de preparación para la Navidad. Empezamos llamando la atención sobre el síndrome de Peter Pan, a nivel espiritual, religioso —la negación a crecer, a ser adulto, a ser maduro, a quedarse estancado en una visión tradicionalista que fue buena para nuestra infancia, que no nos lleva a ser cristianos adultos, maduros. Siguió el llamado a la conversión. No como una invitación a portarse bien o mejor —llamadas que han hecho muchos maestros morales de la humanidad. La llamada a la conversión la vimos más bien como una llamada a creer lo que parece imposible, a dejar de lado esa miopía con la que vemos la vida y a prepararnos para descubrir que el Espíritu de Dios puede realizar cosas maravillosas y revelarnos dimensiones extraordinarias de nuestra simple vida humana. En fin, el domingo pasado veíamos cómo en medio de las angustias de este mundo quien se ha abierto al crecimiento espiritual, quien esta dispuesto a descubrir que la vida humana es más de lo que pensamos que es, realmente transforma tan radicalmente su vida que puede convertirse en un foco de esperanza para los demás.
2. En este último domingo de preparación a la navidad el lugar central del escenario lo ocupa una mujer, María de Nazaret. Una persona presentada en los evangelios como alguien que realmente se preparó, de la manera más cotidiana, para la primera navidad. Se preparó para engendrar dentro de ella al hijo de Dios, no porque perteneciera a una religión que enseñara lo que hoy llamamos el misterio de la encarnación, sino porque tenía esa sencillez de los que creen que el Altísimo puede realizar obras grandes en la pequeñez humana. Toda la disposición de María, toda su fe en el poder de Dios —aun sin formación teológica, sin poder manejar argumentos complicados—, la hacía aceptar con humildad que lo infinito puede nacer en el seno de lo finito. Su fe en Dios la llevaba a tener fe en el ser humano, fe en sí misma y, por eso, a aceptar que quien iba a nacer de ella era el mismo hijo de Dios.
3. María dio lugar a que la Navidad ocurriera y vivió la Navidad mucho antes de que se inventara la Navidad. Por supuesto, no solo en el sentido comercial y folclórico que se le ha dado a esta fiesta. Sino incluso en el sentido teológico, como los primeros evangelistas y luego los teólogos y maestros de las Iglesias han explicado la navidad. Aun antes de que la navidad tuviera ese nombre, y los evangelistas interpretaran el nacimiento de Jesús como la encarnación del Verbo, como la llegada del liberador de la humanidad, María simplemente da testimonio de que Dios puede nacer en el seno de una mujer. No tan solo en el sentido biológico. Sino como puede Dios transformar la vida humana. Como lo dice en el Magnificat, porque ese nacimiento transformó su vida, para que a través de ella su misericordia llegue a todos, para que la fuerza de su brazo disperse a los soberbios, colme de bienes a los hambrientos, y exalte a los humildes. Por eso mismo, María también da testimonio de que puede nacer en cada uno de los demás seres humanos. No en sentido biológico, pero tampoco metafórico. En el sentido real de que podemos en nuestra vida humana, creada, finita, alcanzar la misma plenitud de vida que llamamos la vida divina, haciendo realidad en nuestra vida los contenidos del magnificat. Podemos prepararnos para permitir que suceda esa gracia, ese don gratuito, que Dios se engendre, por decirlo así, en cada uno de nosotros. Es a esto a lo que podemos llamar “nacer de nuevo”. La navidad es la fiesta del nuestro propio nacimiento a la vida de Dios.
4. La celebración de la navidad debería ser primero una iluminación, para descubrir, como María, que esto es posible. Luego, una realización para hacer presente en nosotros la forma de vida de Jesús, hijo de Dios, como fuerza de esperanza.Ω
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