32º domingo tiempo ordinario, 7 de noviembre 2010.
Lect.: 2º Mac 7: 1 – 2; 2 Tes 2: 15. 3-5; Lc 20: 27 – 38
1. Al leer libros serios de divulgación científica contemporánea, uno se queda pasmado al ver que tras muchos esfuerzos de diversas ramas de la ciencia, todavía el origen de la vida en nuestro planeta no está claro. Se ha avanzado, gracias en buena parte, a los registros fósiles, para ir descubriendo la forma como la vida fue evolucionando a lo largo de miles de millones de años desde formas muy elementales y primitivas hasta llegar a esta maravilla de planeta verde del que hoy formamos parte. Pero cómo empezó la vida, en qué momento se dieron las condiciones para que apareciera, y qué es propiamente, son cuestiones que todavía se resisten a ser comprendidas. Por otra parte, si pegamos un salto y pasamos a los libros sagrados de las diversas tradiciones, incluida nuestra Biblia, vemos también que todas nos confrontan con una realidad profunda que llamamos Dios, pero que escapa profundamente a nuestra comprensión. Esa realidad divina, de la que hombres y mujeres espirituales de las más elevadas tradiciones dan fe, es algo inefable, es decir, que no se puede expresar, que es irreductible a nuestros conceptos y teorías, que no se puede demostrar ni mostrar con nuestra filosofía y nuestra ciencia. Moisés y los mismos profetas quedan apabullados ante su manifestación. Pensando en esto, cuando volvemos a leer ese episodio de la zarza ardiente, que Lc pone en boca de Jesús en el texto de hoy, tenemos que ver que se trata de una invitación a seguir explorando, a seguir abriéndonos a la experiencia de Dios y de la vida, si también queremos captar algo de lo que llamamos muerte y resurrección. Es decir, el evangelio nos orienta para pensar al derecho: no tratar de especular sobre la muerte y el más allá, mientras no avancemos —si cabe hablar así— en nuestra comprensión de lo que significa estar vivos, en sentido pleno, y estar vivos en y para Dios. “Dios es Dios de vivos y no de muertos” es una frase que admite varias interpretaciones pero que nos indica que la verdadera prioridad es cambiar nuestra perspectiva para aproximarnos al misterio de Dios y de la vida.
2. Hay que aceptar, sin embargo, que todos nosotros, como seres débiles e inseguros que somos, nos sentimos terriblemente cuestionados por la muerte como interrupción de la vida en la forma que conocemos. Y por eso tratamos de priorizar en nuestra búsqueda religiosa respuestas a cuestiones como: “qué pasa después de nuestra muerte biológica” o “si hay un más allá, fuera de este universo físico”. Es comprensible que estas cosas nos preocupen, pero en la enseñanza de Jesús se nos hace ver que esas preguntas teóricas nos distraen de las verdaderamente fundamentales: qué significa vivir humanamente en profundidad, y qué significa estar vivos en Dios. A partir de ahí seguro que lograremos replantearnos el tema de la muerte física, incluso —aunque suene raro— como algo más familiar que nos acompaña como parte de la vida. Si olvidamos estas prioridades que nos plantea el evangelio, estaremos incluso planteando mal, desde el punto de vista religioso, el tema mismo de la muerte y resurrección, porque, quizás sin darnos cuenta, lo estaremos planteando desde una perspectiva egocéntrica, como una aspiración a perpetuarnos y a perpetuar y consumar nuestros éxitos terrenales, o a compensar los fracasos, injusticias o irresponsabilidades que debimos haber resuelto en este mundo.
3. Cuando en la Eucaristía venimos a identificarnos con Jesús, en la medida en que nos vaciamos para llenarnos de él, asimilaremos existencialmente lo que para él significaba que su Dios fuera un Dios de vivos y no de muertos. Asimilaremos un modo de vida consagrado permanentemente a construir vida por el amor y el servicio y un modo de morir que cobra sentido por la forma en que había vivido.Ω
Lect.: 2º Mac 7: 1 – 2; 2 Tes 2: 15. 3-5; Lc 20: 27 – 38
1. Al leer libros serios de divulgación científica contemporánea, uno se queda pasmado al ver que tras muchos esfuerzos de diversas ramas de la ciencia, todavía el origen de la vida en nuestro planeta no está claro. Se ha avanzado, gracias en buena parte, a los registros fósiles, para ir descubriendo la forma como la vida fue evolucionando a lo largo de miles de millones de años desde formas muy elementales y primitivas hasta llegar a esta maravilla de planeta verde del que hoy formamos parte. Pero cómo empezó la vida, en qué momento se dieron las condiciones para que apareciera, y qué es propiamente, son cuestiones que todavía se resisten a ser comprendidas. Por otra parte, si pegamos un salto y pasamos a los libros sagrados de las diversas tradiciones, incluida nuestra Biblia, vemos también que todas nos confrontan con una realidad profunda que llamamos Dios, pero que escapa profundamente a nuestra comprensión. Esa realidad divina, de la que hombres y mujeres espirituales de las más elevadas tradiciones dan fe, es algo inefable, es decir, que no se puede expresar, que es irreductible a nuestros conceptos y teorías, que no se puede demostrar ni mostrar con nuestra filosofía y nuestra ciencia. Moisés y los mismos profetas quedan apabullados ante su manifestación. Pensando en esto, cuando volvemos a leer ese episodio de la zarza ardiente, que Lc pone en boca de Jesús en el texto de hoy, tenemos que ver que se trata de una invitación a seguir explorando, a seguir abriéndonos a la experiencia de Dios y de la vida, si también queremos captar algo de lo que llamamos muerte y resurrección. Es decir, el evangelio nos orienta para pensar al derecho: no tratar de especular sobre la muerte y el más allá, mientras no avancemos —si cabe hablar así— en nuestra comprensión de lo que significa estar vivos, en sentido pleno, y estar vivos en y para Dios. “Dios es Dios de vivos y no de muertos” es una frase que admite varias interpretaciones pero que nos indica que la verdadera prioridad es cambiar nuestra perspectiva para aproximarnos al misterio de Dios y de la vida.
2. Hay que aceptar, sin embargo, que todos nosotros, como seres débiles e inseguros que somos, nos sentimos terriblemente cuestionados por la muerte como interrupción de la vida en la forma que conocemos. Y por eso tratamos de priorizar en nuestra búsqueda religiosa respuestas a cuestiones como: “qué pasa después de nuestra muerte biológica” o “si hay un más allá, fuera de este universo físico”. Es comprensible que estas cosas nos preocupen, pero en la enseñanza de Jesús se nos hace ver que esas preguntas teóricas nos distraen de las verdaderamente fundamentales: qué significa vivir humanamente en profundidad, y qué significa estar vivos en Dios. A partir de ahí seguro que lograremos replantearnos el tema de la muerte física, incluso —aunque suene raro— como algo más familiar que nos acompaña como parte de la vida. Si olvidamos estas prioridades que nos plantea el evangelio, estaremos incluso planteando mal, desde el punto de vista religioso, el tema mismo de la muerte y resurrección, porque, quizás sin darnos cuenta, lo estaremos planteando desde una perspectiva egocéntrica, como una aspiración a perpetuarnos y a perpetuar y consumar nuestros éxitos terrenales, o a compensar los fracasos, injusticias o irresponsabilidades que debimos haber resuelto en este mundo.
3. Cuando en la Eucaristía venimos a identificarnos con Jesús, en la medida en que nos vaciamos para llenarnos de él, asimilaremos existencialmente lo que para él significaba que su Dios fuera un Dios de vivos y no de muertos. Asimilaremos un modo de vida consagrado permanentemente a construir vida por el amor y el servicio y un modo de morir que cobra sentido por la forma en que había vivido.Ω
Un Dios de vivos!!! Es interesante como generalmente se nos presenta la resurrección como un premio para después de esta vida, después la muerte sobre todo para aquellos que han sufrido en este mundo o que han dado su vida por el señor o su ley, como lo dice la primera lectura.
ResponderBorrarCreo que esa ya no sigue siendo ua interpretación válida en nuestros días, sobre todo en nuestras sociedades "postmodernas" y relativamente pacíficas o civilizadas y prósperas (aunque no para todos es cierto).
Como lo comentábamos alguna vez (creo que siguiendo a Ekhart o a Legaut no lo recuerdo bien) el resucitar es un nacer de nuevo, no volviendo al vientre materno como pensaba Nicodemo, sino es un redescubrir la vida y lo maravilloso de este regalo.
Mientras se resulve lo del más allá es mejor no desaprovechar el más acá!! y vivirlo plenamente.