2º domingo de Pascua, abril 15, 2007
Lect.: Hech 5: 12 – 16; Apoc 1: 9 – 11 a. 12 – 13. 17 – 19; Jn 20: 19 – 31
1. El cuadro del primer grupo de discípulos metidos en una casa “con las puertas cerradas” es todo un símbolo y una provocación para examinarnos nosotros mismos. Aquellos discípulos se encerraron “por miedo a los judíos”, podría ser por miedo a correr la misma suerte del Maestro o, simplemente, por temor a las burlas, a que los ridiculizaran por haber creído en un aparentemente “fracasado”, en unas promesas de un Reino que ahora parecían más lejos que nunca. Constituirse en una comunidad, una iglesia de “puertas cerradas” es más que una tentación, una permanente tendencia de nosotros cristianos, en la medida en que nos dejamos controlar por miedos e inseguridades. Ya no se trata de aquellos “miedos a los judíos”, miedo a ser martirizados como Jesús. Los motivos hoy pueden ser nuevos, muchos y muy variados: miedo a enfrentarse con una sociedad cambiante que presenta nuevos retos de parte de prácticas morales de no creyentes así como de nuevos horizontes de las ciencias; miedo a una sociedad pluralista, donde las ofertas religiosas, los planteamientos de tranquilidad espiritual y de caminos de felicidad son muchos y muy atractivos. Cuando nos enfrentamos a todo este panorama, no es extraño que como obispos, como sacerdotes y como padres de familia nos sintamos temerosos e inseguros y nos creamos que hay que correr cerrojos, cerrar puertas, prohibiendo lecturas, condenando a quienes creemos que piensan distinto de nosotros, e intentando impedir que nuestros hijos, alumnos, feligreses tengan acceso a ciertos libros, películas, programas, no sea que vayan a perder la fe.
2. Si hay algo de lo que nos libra la experiencia de la resurrección de Jesús es del miedo y de la inseguridad. La lectura de Juan de hoy, refleja con claridad cómo la presencia del resucitado en nuestras vidas quiebra todas las cerraduras, y cómo el recibir su Espíritu nos libera de todos esos y otros temores y desconfianzas, y nos abre con confianza a todos los horizontes que nos presenta la vida porque, precisamente, el anuncio de la resurrección de Jesús se nos hace, dice Jn, “para que tengamos vida en su nombre. El cuadro que nos pinta el evangelio de hoy resume en un momento lo que fue sin duda un proceso de transformación de la primera iglesia, representada en aquel grupo de primeros discípulos y, en particular, por Tomás. Se trata de una transformación de un grupo que pasa de ser una iglesia de puertas cerradas, a una comunidad abierta, en diálogo con el mundo; de un discípulo que duda, a un apóstol que proclama en voz alta su fe.
3. Para muchos de nosotros, adultos, la transformación de la sociedad en lo tecnológico, en lo científico, en el campo del conocimiento y de la información ha producido un gran socollón, sin duda, a nuestras costumbres, a nuestras maneras de relacionarnos, a nuestras creencias y valores heredados de la generaciones anteriores. Pero probablemente el cambio va a continuar y más acelerado y radical. El peor de los errores, sobre todo en el campo de la educación de nuestros hijos, sería el intento de cerrar las puertas, los ojos y los oídos a todo lo que nos rodea, aferrándonos a una sola manera de pensar y practicar. Por supuesto que la mejor herencia educativa para los niños y jóvenes es ayudarlos a pensar por sí mismos y a actuar por convicción y no por temor. Pero, además, como cristianos, enseñarles a construir caminos para experimentar la presencia del Cristo resucitado que es el viviente, el señor de la vida y que, por tanto nos ofrece la capacidad de caminar hacia la plenitud desde cualquier experiencia de vida, con la fuerza de ese Espíritu que nos ha dado.Ω
Lect.: Hech 5: 12 – 16; Apoc 1: 9 – 11 a. 12 – 13. 17 – 19; Jn 20: 19 – 31
1. El cuadro del primer grupo de discípulos metidos en una casa “con las puertas cerradas” es todo un símbolo y una provocación para examinarnos nosotros mismos. Aquellos discípulos se encerraron “por miedo a los judíos”, podría ser por miedo a correr la misma suerte del Maestro o, simplemente, por temor a las burlas, a que los ridiculizaran por haber creído en un aparentemente “fracasado”, en unas promesas de un Reino que ahora parecían más lejos que nunca. Constituirse en una comunidad, una iglesia de “puertas cerradas” es más que una tentación, una permanente tendencia de nosotros cristianos, en la medida en que nos dejamos controlar por miedos e inseguridades. Ya no se trata de aquellos “miedos a los judíos”, miedo a ser martirizados como Jesús. Los motivos hoy pueden ser nuevos, muchos y muy variados: miedo a enfrentarse con una sociedad cambiante que presenta nuevos retos de parte de prácticas morales de no creyentes así como de nuevos horizontes de las ciencias; miedo a una sociedad pluralista, donde las ofertas religiosas, los planteamientos de tranquilidad espiritual y de caminos de felicidad son muchos y muy atractivos. Cuando nos enfrentamos a todo este panorama, no es extraño que como obispos, como sacerdotes y como padres de familia nos sintamos temerosos e inseguros y nos creamos que hay que correr cerrojos, cerrar puertas, prohibiendo lecturas, condenando a quienes creemos que piensan distinto de nosotros, e intentando impedir que nuestros hijos, alumnos, feligreses tengan acceso a ciertos libros, películas, programas, no sea que vayan a perder la fe.
2. Si hay algo de lo que nos libra la experiencia de la resurrección de Jesús es del miedo y de la inseguridad. La lectura de Juan de hoy, refleja con claridad cómo la presencia del resucitado en nuestras vidas quiebra todas las cerraduras, y cómo el recibir su Espíritu nos libera de todos esos y otros temores y desconfianzas, y nos abre con confianza a todos los horizontes que nos presenta la vida porque, precisamente, el anuncio de la resurrección de Jesús se nos hace, dice Jn, “para que tengamos vida en su nombre. El cuadro que nos pinta el evangelio de hoy resume en un momento lo que fue sin duda un proceso de transformación de la primera iglesia, representada en aquel grupo de primeros discípulos y, en particular, por Tomás. Se trata de una transformación de un grupo que pasa de ser una iglesia de puertas cerradas, a una comunidad abierta, en diálogo con el mundo; de un discípulo que duda, a un apóstol que proclama en voz alta su fe.
3. Para muchos de nosotros, adultos, la transformación de la sociedad en lo tecnológico, en lo científico, en el campo del conocimiento y de la información ha producido un gran socollón, sin duda, a nuestras costumbres, a nuestras maneras de relacionarnos, a nuestras creencias y valores heredados de la generaciones anteriores. Pero probablemente el cambio va a continuar y más acelerado y radical. El peor de los errores, sobre todo en el campo de la educación de nuestros hijos, sería el intento de cerrar las puertas, los ojos y los oídos a todo lo que nos rodea, aferrándonos a una sola manera de pensar y practicar. Por supuesto que la mejor herencia educativa para los niños y jóvenes es ayudarlos a pensar por sí mismos y a actuar por convicción y no por temor. Pero, además, como cristianos, enseñarles a construir caminos para experimentar la presencia del Cristo resucitado que es el viviente, el señor de la vida y que, por tanto nos ofrece la capacidad de caminar hacia la plenitud desde cualquier experiencia de vida, con la fuerza de ese Espíritu que nos ha dado.Ω
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