Lect.:
Josué 5, 9a. 10-12; : II Cor 5, 17-21; Lc 15, 1-3. 11-32
- Los seres humanos, así como tenemos enormes potencialidades para transformarnos y desarrollarnos también las tenemos para distorsionar todo lo bueno con que nos topamos. Paradójicamente, contrario a nuestro ser profundo, somos capaces de falsificar las mejores cosas de nuestra vida. Falsificamos el amor de pareja y familiar, sustituyéndolo por relaciones de dominación sobre el cónyuge y sobre los hijos. Falsificamos la vida política, cambiando su sentido de servicio público por una carrera lucrativa para obtener poder y dinero. Y, el colmo, de lo que no siempre somos conscientes, somos capaces de falsificar lo religioso, de falsificar a Dios, sustituyendo a quien es la fuente generosa de vida, amor incondicional, por un ídolo, un instrumento a nuestro servicio. De esto último nos habla la parábola que nos narra Lc hoy.
- El domingo pasado Jesús nos compartía su experiencia de Dios como un jardinero cuidadoso, que se volcaba para cuidar al arbolito, a la higuera, a la que faltaba buen trato y abono, para dar frutos. Hoy, va más allá de la comparación agrícola y nos comparte su experiencia clave, de Dios como padre. Y, por si nuestra experiencia humana de la paternidad nos pueda dar ideas equivocadas, el padre en la parábola de hoy, no es un papá cualquiera, es un papá fuera de serie. En el ambiente judío de la época, se presenta de forma chocante, como un padre que se olvida de la dignidad que le corresponde, y se rebaja ante un hijo que le ha irrespetado y le ha derrochado la herencia. Para nada se habla aquí de un Dios, como a menudo lo imaginamos, preocupado por el culto que le damos, y por la reparación que hacemos de nuestras ofensas. El comportamiento de Jesús, que refleja esta experiencia suya de Dios, es claro: a los pecadores, a los mal vistos, a los indeseables, les ofrece, de forma incondicional, acogida, amistad, la intimidad de compartir la mesa. Incondicional quiere decir, que no les pide cumplir con requisitos previos : ni sacrificios, ni actos de reparación, ni ritos casi esotéricos.
- Uno puede preguntarse, ¿cómo es posible que hayamos distorsionado esta expresión de Dios, vivida por Jesús, y la hayamos sustituido por una figura poderosa, autoritaria, cuya obsesión es el castigo por nuestras culpas? Decíamos que los humanos somos capaces de falsificar todo. En el caso de lo religioso la falsificación se fabrica cuando hacemos de la religión una manera de lograr un supuesto prestigio, por apariencias nuestras de buen comportamiento. Incluso, con esas apariencias, se hace del ropaje religioso una manera de hacer carrera política, manipulando el nombre de Dios y del evangelio, para llegar a una curul o a un puesto municipal o a una posición social destacada. Y, peor aún, falsificamos lo religioso, al transformar a los propios dirigentes de las iglesias en figuras de poder, parecidos a las autoridades civiles y políticas, que se dedican a controlar la vida de los demás. Si nos hemos metido por ese camino, es evidente que el Dios Padre vivido por Jesús nos tiene que chocar, y entonces nos alineamos fácilmente con los fariseos y escribas que criticaban a Jesús por compartir la mesa con pecadores.
- Jesús descubre en lo más profundo y auténtico de sí mismo, en la raíz de su vida, de lo que lo alienta, a ese Dios que es fuente de la que brota amor desinteresado, reconciliación, alegría de vivir. De donde, en definitiva, brota cada uno de nosotros, sin etiquetas de justos o pecadores. De ahí, y no de libros o prácticas rutinarias, es de donde puede surgir también en nosotros una experiencia semejante de Dios, una experiencia que nos hace ser criaturas nuevas como dice Pablo hoy.
Él no conocía otro Padre que no fuera el suyo, ese extraordinario Padre.
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