- Al repasar mis reflexiones de los últimos años sobre la "celebración de la Trinidad", me parece valioso recuperar, entre otras, las siguientes. La primera, que la experiencia nos enseña lo inadecuadas que son las solas palabras para expresar nuestros mejores sentimientos y nuestras profundas convicciones. En realidad, es algo que ya antes sabíamos que pasaba sobre todo cuando tratábamos de compartir la alegría sentida, el disfrute de la vida, la intensidad del amor… Y es algo que deberíamos también haber constatado al meternos a “hablar de Dios”, porque detrás de esa palabra, ese nombre, “Dios”, tocamos la realidad más profunda de nuestro ser, de nuestra persona, de esa realidad que está en cada uno de nosotros pero que es más grande que nosotros. Lo normal, entonces, es que el lenguaje verbal siempre se quede corto y nos deje insatisfechos. Lo primero que aportó la Buena Nueva fue la oportunidad, no de aprender una verdad teológica, sino de vivir la experiencia que Jesús de Nazaret tuvo de Dios su Padre, y de sus hermanos y hermanas, y así, experimentar una manera de vivir distinta. Por eso cuando en un Domingo como este, celebramos la Santísima Trinidad, no se trata de una “verdad para creer”, sino una manera, limitada por cierto, de apuntar hacia dimensiones de nuestra vida personal y comunitaria, que debemos descubrirlas para vivir de manera profunda, espiritual, la plenitud de nuestra vida humana.
- La segunda reflexión, se desprendía de la frase categórica del evangelista Juan, "a Dios nadie le ha visto jamás". Por eso, la misión de bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no es una proclamación dogmática sobre lo que entendían como "Dios", las primeras comunidades cristianas. Más bien apunta a lo que significa en la vida de una persona haber sido bautizado, sumergiéndonos en el modo de vida de Jesús de Nazaret, al sumergirnos en el Espíritu que lo alentó, estaremos todos los seres humanos sin excepción, sumergidos en la misma vida de Dios, al que nadie ha visto jamás, como nos lo recuerda Juan, pero que viviendo de esta manera lo vamos experimentando y lo hacemos manifiesto progresivamente. Es la grandeza de la dignidad humana. Más que alinearnos confesionalmente en una iglesia, nos abre a vivir una nueva identidad que nos une con toda la humanidad, nos establece como hermanos universales (San Carlos de Foucault) y nos recuerda la necesidad de profundizar permanentemente esta comunión.
- La tercera reflexión que me parece bueno recuperar es recordar que Jesús fue un hombre de pueblo, condicionado por su tiempo, su cultura, lejana de la nuestra. Así, nos resulta inevitable la pregunta ¿cómo puede ser revelación de Dios con todas esas limitaciones? No es solo que el Dios que entendemos como absoluto se manifieste en un ser humano sino que este humano está condicionado por el lugar y el tiempo en que vivió. Obviamente, entonces, tenemos que interrogarnos si el dios en quien creemos veinte siglos después y el Jesús que nos lo dio a conocer, ¿no necesitan acaso, también, ser sacudidos de sus condicionamientos históricos, para que tengan sentido para nuestras vidas en el siglo XXI?
- Es probable que la mejor manera de celebrar esta fiesta de nuestra fe en Dios, quizás sea comprometiéndonos a avanzar en una purificación de nuestra manera de representarnos el misterio de Dios, despojando nuestra fe de herencias culturales que hoy por hoy resultan inapropiadas para pensar al Dios padre de Jesús de Nazaret y para entendernos con la cultura contemporánea. Quizás deberíamos repetir en nuestros corazones esa aparentemente paradójica oración de ese gran místico del siglo XIV, el Maestro Eckhart: “«¡le pido a Dios que me libere de Dios!»
Nota: esas tres reflexiones fueron desarrolladas con algo más de detalle en las predicaciones del 7 de junio del 2020, del, 31 de mayo del 2021, y del 12 de junio del 2022.
Comentarios
Publicar un comentario