8º domingo, tiempo ordinario, 27 de febrero de 2011.
Lect.: Is 49: 14 – 15; 1 Cor 4: 1 – 5; Mt 6 24: 34
1. Hay frases que la gente sencilla y piadosa repite y que a uno inevitablemente le recuerdan la formación religiosa de la propia infancia. Por ej., cuando ante los riesgos inevitables de la vida se nos decía “M’hijito encomiéndese a Dios que él lo protegerá”. O ante una necesidad, o una estrechez muy fregada económica: “No se preocupe, que Dios proveerá”. A veces, para fundamentar esta confianza se recurre a textos como los de la 1ª y 3ª lecturas de hoy, diciendo: “ya ven, el Señor es más que una madre, jamás se olvida de nosotros”, y “se preocupa hasta de los pajarillos y de las flores del campo, cuanto más se preocupará de nosotros” (pero también los pajarillos se enferman y mueren, y las flores se secan). Y en determinadas formaciones doctrinales se explica que en esto consiste la “fe en la Providencia divina”. Detrás de estas expresiones hay una actitud muy válida, muy evangélica, muy propia de la práctica de Jesús que consiste en vivir toda la vida con una tranquila y plena confianza en Dios. Pero no es suficiente decirlo así. Como hemos dicho en homilías anteriores recientes, hay diversas maneras de entender nuestra relación con Dios y, por tanto, distintas maneras de entender eso que llamamos “confianza en Dios”.
2. Si seguimos pensando en Dios como un ser súperpoderoso, allá en lo alto, separado y distinto de nosotros, que todo lo puede, hasta lo imposible, que nos puede satisfacer todas nuestras necesidades —y a veces hasta nuestros caprichos—, la “confianza en Dios” se distorsiona en una actitud mágica, infantil y utilitarista que convierte las prácticas religiosas en una especie de “negocio”, de intercambio mercantil, en el que le pedimos algo y a cambio prometemos una peregrinación, un sacrificio, una copiosa limosna, una serie de oraciones, una rectificación de nuestra conducta… No hay mucha diferencia de la visión primitiva que, para aplacar su cólera y granjearse su amistad, le sacrificaba víctimas a los dioses incluyendo víctimas humanas en el pueblo elegido, hasta que Abrahán corta esa sangrienta costumbre.
3. Muy distinta es la visión evangélica, que no es dualista, que ve que cada uno de nosotros está sumergido en la misma vida de Dios, participando de ella, —“yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” Jn 14: 20—, y es por eso que podemos vivir en confianza y sin desasosiego, no tenemos que pedir lo que ya tenemos, no tenemos que gritar para que nos oiga, no tenemos que temer que Dios, en quien estamos y de cuya misma vida vivimos, retenga nada de su torrente de vida. Solo debemos procurar no aislarnos nosotros de esa corriente de vida y agudizar nuestra conciencia de esa existencia nuestra en la divinidad, sin engañarnos con que podemos ser “algo” al margen de la misma.
4. Cuando el evangelio dice que “no podemos servir a dos amos”, nos está recordando que todo lo que somos de la manera más auténtica nos viene de esa comunión total con la propia vida de Dios. No nos viene de ninguna otra fuente, porque no existe. Pretender realizarse personalmente a partir de la acumulación de riquezas, de bienes materiales o intangibles —acumulación de conocimientos, de reputación, fama, posición social… para autoengrandecerse — es un doble engaño. Por una parte, porque lo único que nos puede “engrandecer”, si cabe hablar así, es la misma vida de la divinidad de la que nos alimentamos, y esa vida, es la que nos une en comunión con los demás, “pertenece” tanto a ellos como a nosotros, no se nos da para colocarnos por encima de los demás ni para jugar de pequeños pretenciosos protagonistas principales de ninguna película. Por otra parte, porque todos esos “otros” bienes, materiales o espirituales, tangibles o intangibles, tienen sentido en la medida en que son parte de las riquezas que deben compartirse con justicia en el reino de Dios. Y la cosa no está entonces en tener más o menos, en acumular o no, sino en descubrir con lo que se tiene la riqueza de la vida divina que crece en nosotros. Por eso se entiende que alguien de una vivencia espiritual tan profunda como Pablo de Tarso pudiera decir: “Sé andar escaso y sobrado. Estoy preparado para todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación” (Flp 4:12). Esto sí es confianza en Dios sin desasosiego.Ω
Lect.: Is 49: 14 – 15; 1 Cor 4: 1 – 5; Mt 6 24: 34
1. Hay frases que la gente sencilla y piadosa repite y que a uno inevitablemente le recuerdan la formación religiosa de la propia infancia. Por ej., cuando ante los riesgos inevitables de la vida se nos decía “M’hijito encomiéndese a Dios que él lo protegerá”. O ante una necesidad, o una estrechez muy fregada económica: “No se preocupe, que Dios proveerá”. A veces, para fundamentar esta confianza se recurre a textos como los de la 1ª y 3ª lecturas de hoy, diciendo: “ya ven, el Señor es más que una madre, jamás se olvida de nosotros”, y “se preocupa hasta de los pajarillos y de las flores del campo, cuanto más se preocupará de nosotros” (pero también los pajarillos se enferman y mueren, y las flores se secan). Y en determinadas formaciones doctrinales se explica que en esto consiste la “fe en la Providencia divina”. Detrás de estas expresiones hay una actitud muy válida, muy evangélica, muy propia de la práctica de Jesús que consiste en vivir toda la vida con una tranquila y plena confianza en Dios. Pero no es suficiente decirlo así. Como hemos dicho en homilías anteriores recientes, hay diversas maneras de entender nuestra relación con Dios y, por tanto, distintas maneras de entender eso que llamamos “confianza en Dios”.
2. Si seguimos pensando en Dios como un ser súperpoderoso, allá en lo alto, separado y distinto de nosotros, que todo lo puede, hasta lo imposible, que nos puede satisfacer todas nuestras necesidades —y a veces hasta nuestros caprichos—, la “confianza en Dios” se distorsiona en una actitud mágica, infantil y utilitarista que convierte las prácticas religiosas en una especie de “negocio”, de intercambio mercantil, en el que le pedimos algo y a cambio prometemos una peregrinación, un sacrificio, una copiosa limosna, una serie de oraciones, una rectificación de nuestra conducta… No hay mucha diferencia de la visión primitiva que, para aplacar su cólera y granjearse su amistad, le sacrificaba víctimas a los dioses incluyendo víctimas humanas en el pueblo elegido, hasta que Abrahán corta esa sangrienta costumbre.
3. Muy distinta es la visión evangélica, que no es dualista, que ve que cada uno de nosotros está sumergido en la misma vida de Dios, participando de ella, —“yo estoy en mi Padre, ustedes en mí y yo en ustedes” Jn 14: 20—, y es por eso que podemos vivir en confianza y sin desasosiego, no tenemos que pedir lo que ya tenemos, no tenemos que gritar para que nos oiga, no tenemos que temer que Dios, en quien estamos y de cuya misma vida vivimos, retenga nada de su torrente de vida. Solo debemos procurar no aislarnos nosotros de esa corriente de vida y agudizar nuestra conciencia de esa existencia nuestra en la divinidad, sin engañarnos con que podemos ser “algo” al margen de la misma.
4. Cuando el evangelio dice que “no podemos servir a dos amos”, nos está recordando que todo lo que somos de la manera más auténtica nos viene de esa comunión total con la propia vida de Dios. No nos viene de ninguna otra fuente, porque no existe. Pretender realizarse personalmente a partir de la acumulación de riquezas, de bienes materiales o intangibles —acumulación de conocimientos, de reputación, fama, posición social… para autoengrandecerse — es un doble engaño. Por una parte, porque lo único que nos puede “engrandecer”, si cabe hablar así, es la misma vida de la divinidad de la que nos alimentamos, y esa vida, es la que nos une en comunión con los demás, “pertenece” tanto a ellos como a nosotros, no se nos da para colocarnos por encima de los demás ni para jugar de pequeños pretenciosos protagonistas principales de ninguna película. Por otra parte, porque todos esos “otros” bienes, materiales o espirituales, tangibles o intangibles, tienen sentido en la medida en que son parte de las riquezas que deben compartirse con justicia en el reino de Dios. Y la cosa no está entonces en tener más o menos, en acumular o no, sino en descubrir con lo que se tiene la riqueza de la vida divina que crece en nosotros. Por eso se entiende que alguien de una vivencia espiritual tan profunda como Pablo de Tarso pudiera decir: “Sé andar escaso y sobrado. Estoy preparado para todo y en todo: a la saciedad y al hambre; a la abundancia y a la privación” (Flp 4:12). Esto sí es confianza en Dios sin desasosiego.Ω
Lei un reportaje de LN sobre cómo ha declinado la participación estudiantil en las clases de religión. Pienso que otro gallo cantaría si se hiciese un abordaje desde este tipo de visión más integral o si se quiere, más espiritual. Saldríamos de los reduccionismos y las explicaciones fáciles a temas complejos como el de servir a los 2 amos, por ejemplo. No he vuelto a misa luego de la boda de E&E pero es reconfortante saber que puedo acudir al blog...
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