7º domingo t.o., 20 de febrero de 2011
Lect.: Lev 19: 1 – 2. 17 – 18; 3: 16 – 23; Mt 5: 38 – 48
1. Leer esto de “ser perfectos —o santos— como el Padre de los cielos es perfecto” puede sonar como una loquera, o como una aspiración frustrante, si uno lo entiende como una exigencia ética, porque ¿quién puede “competir” con Dios? ¿quién puede acercarse a tan altos estándares? Pero hay otra manera de leerlo. Digamos que como un recordatorio de que seamos coherentes con lo que somos, de que recordemos que nuestra identidad más profunda y auténtica es la de tener el Espíritu de Dios en nosotros mismos, como dice Pablo en la 2ª lectura. Incluso más que “tener” el Espíritu de Dios podríamos decir, —aunque toda expresión es pobre e inadecuada— ser parte del Espíritu de Dios, de la vida misma de Dios. Lo que somos o hacemos, en la medida en que existimos es porque participamos de esa vida de la divinidad.
2. Desde esa perspectiva cobra sentido también el nuevo marco de relaciones que establece Jesús en el texto de Mateo hoy. De nuevo, parece irrealizable e incluso contradictorio y absurdo eso de amar a los enemigos, de hacer el bien a justos e injustos, a malos y buenos, Ciertamente no se entiende en la mera perspectiva ética. Pero Jesús está llamando nuestra atención para que reinterpretemos la realidad que somos y en la que vivimos. No somos entidades aisladas, todos somos, existimos, porque participamos de la única vida de Dios, y por eso nuestras relaciones no pueden ser como entre extraños, aislados, que pueden “darse el lujo” ilusoriamente de ser competidores o jueces unos de otros. Somos más bien, como lo dirá en otro lugar Pablo, como miembros de un único cuerpo, capaces de dolerse o alegrarse por igual de lo que sucede a cualquiera de los otros miembros de ese cuerpo. Pero, parafraseando al mismo texto de Pablo, una oreja no tiene que “sufrir” porque tiene una herida en una mano, o un pie no tiene que “alegrarse” de que el otro pie funcione. Sin “pensarlo” todos los miembros del cuerpo disfrutan y comparten del bienestar del resto del cuerpo y sufren de cualquier herida, pérdida o merma de otro de los miembros. Son una sola y la misma cosa, aunque con diversidad funcional.
3. Valga decir que eso no quiere decir que toleremos injusticias, o acciones destructivas o males que se realizan en nuestro entorno. Como tampoco tenemos por qué tolerar cosas inadecuadas, dañinas que pueden salir de nuestras manos, de nuestras acciones de nuestro cerebro. Pero nuestra reacción ante esos males no tiene por qué ser distinta cuando se producen “dentro” de nosotros o en otros de nuestros semejantes. Y nuestra capacidad de perdonar a los demás no tiene por qué ser diferente de la capacidad de perdonarnos a nosotros mismos cuando “metemos la pata” y a veces seriamente. Si dejamos actuar, si no bloqueamos la vida divina en nosotros, el torrente de vida que nos anima y nos une en comunión, esa nueva forma de relacionarnos y tratar nuestras limitaciones y aciertos, brotará tan naturalmente, como para ser como nuestro Padre Celestial, expresiones de la misma vida de DiosΩ
Lect.: Lev 19: 1 – 2. 17 – 18; 3: 16 – 23; Mt 5: 38 – 48
1. Leer esto de “ser perfectos —o santos— como el Padre de los cielos es perfecto” puede sonar como una loquera, o como una aspiración frustrante, si uno lo entiende como una exigencia ética, porque ¿quién puede “competir” con Dios? ¿quién puede acercarse a tan altos estándares? Pero hay otra manera de leerlo. Digamos que como un recordatorio de que seamos coherentes con lo que somos, de que recordemos que nuestra identidad más profunda y auténtica es la de tener el Espíritu de Dios en nosotros mismos, como dice Pablo en la 2ª lectura. Incluso más que “tener” el Espíritu de Dios podríamos decir, —aunque toda expresión es pobre e inadecuada— ser parte del Espíritu de Dios, de la vida misma de Dios. Lo que somos o hacemos, en la medida en que existimos es porque participamos de esa vida de la divinidad.
2. Desde esa perspectiva cobra sentido también el nuevo marco de relaciones que establece Jesús en el texto de Mateo hoy. De nuevo, parece irrealizable e incluso contradictorio y absurdo eso de amar a los enemigos, de hacer el bien a justos e injustos, a malos y buenos, Ciertamente no se entiende en la mera perspectiva ética. Pero Jesús está llamando nuestra atención para que reinterpretemos la realidad que somos y en la que vivimos. No somos entidades aisladas, todos somos, existimos, porque participamos de la única vida de Dios, y por eso nuestras relaciones no pueden ser como entre extraños, aislados, que pueden “darse el lujo” ilusoriamente de ser competidores o jueces unos de otros. Somos más bien, como lo dirá en otro lugar Pablo, como miembros de un único cuerpo, capaces de dolerse o alegrarse por igual de lo que sucede a cualquiera de los otros miembros de ese cuerpo. Pero, parafraseando al mismo texto de Pablo, una oreja no tiene que “sufrir” porque tiene una herida en una mano, o un pie no tiene que “alegrarse” de que el otro pie funcione. Sin “pensarlo” todos los miembros del cuerpo disfrutan y comparten del bienestar del resto del cuerpo y sufren de cualquier herida, pérdida o merma de otro de los miembros. Son una sola y la misma cosa, aunque con diversidad funcional.
3. Valga decir que eso no quiere decir que toleremos injusticias, o acciones destructivas o males que se realizan en nuestro entorno. Como tampoco tenemos por qué tolerar cosas inadecuadas, dañinas que pueden salir de nuestras manos, de nuestras acciones de nuestro cerebro. Pero nuestra reacción ante esos males no tiene por qué ser distinta cuando se producen “dentro” de nosotros o en otros de nuestros semejantes. Y nuestra capacidad de perdonar a los demás no tiene por qué ser diferente de la capacidad de perdonarnos a nosotros mismos cuando “metemos la pata” y a veces seriamente. Si dejamos actuar, si no bloqueamos la vida divina en nosotros, el torrente de vida que nos anima y nos une en comunión, esa nueva forma de relacionarnos y tratar nuestras limitaciones y aciertos, brotará tan naturalmente, como para ser como nuestro Padre Celestial, expresiones de la misma vida de DiosΩ
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