Lect.: Isaías 35:1-6, 10; Santiago
5:7-10; Mt 11:2-11
- Sigue el profeta hablándonos de sus sueños de futuro, de su utopía, y también Jesús se hace eco de los mismos. Nos hablan ahora del desierto y el sequedal que se llenan de torrentes y de flores; y ante esta transformación, el cojo salta como ciervo, y la lengua del mudo lanza gritos de júbilo. Este fenómeno, en los tiempos actuales, se da literalmente en el desierto de Atacama, el más árido de toda la región, al norte de Chile, que cada cierto número de años, recibe unas lluvias y se cubre de flores de maravillosos colores. Isaías, por supuesto, no lo conocía y en la imagen simbólica, tan imposible, de un desierto que florece y de donde brota agua vio una expresión del poder transformador de la gloria de Dios cuando se manifiesta en la vida humana. En nuestro comentario del domingo pasado decíamos que Isaías, como todos los auténticos profetas, es capaz de penetrar con su visión lo más profundo de la realidad y de la vida humana, y descubrir lo que se mueve por debajo de las apariencias, de la superficie de los acontecimientos, y que se nos oculta a nuestra miopía, a nuestra cortedad de vista y nuestra ignorancia. Si en Atacama, bulbos y los rizomas se mantienen latentes, subterráneos, en este árido lugar, Isaías ve que el resplandor de Dios, su fuerza, se extiende sosteniendo la historia humana.
- Ese futuro, aunque parezca imposible y contradictorio con mucho de lo que nos rodea, ya está aconteciendo y lo descubrimos con esta mirada de fe cuando, en medio de hechos de dolor y sufrimiento, aquí y allá aparecen pequeños pero fecundos brotes de una vida nueva. Añadíamos hace ocho días que la razón por la que nos narra Isaías sus aparentes sueños utópicos, es para que tengamos ojos para ver lo que hay que cambiar, para descubrir y experimentar las capacidades que tenemos, quizás escondidas, para realizar los cambios y para que nos llenemos de esperanza al caer en la cuenta de que la ciencia del Señor nos inunda y nos conduce en medio de la adversidad.
- La utopía del reino de Dios, de una sociedad con nuevas formas solidarias, justas, de relacionarnos entre todos no es un milagro que va a suceder de repente, de manera completa, como por arte de magia. Más bien, como lo dice la carta de Santiago hoy, se parece mucho más a la actividad agrícola, donde el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Comentábamos también el domingo pasado, a propósito de la tragedia de Upala, cómo habían salido a la superficie muchos actos de entrega y generosidad, de servicio y amor por las víctimas del huracán. Actos de muchos particulares, actos de funcionarios públicos, empezando por el Presidente de la República que, no se quedaron en discursos, sino que salieron de sus despachos para apoyar con un enorme esfuerzo organizativo al pueblo que anfrentaba los golpes del huracán. Esta semana sabemos que todos los gestos solidarios de la gran mayoría de costarricenses no se limitaron a los primeros días de los eventos. Todavía, hasta hoy, se han continuado recogiendo donaciones que han alcanzado muchos millones de colones. Todo esto es manifestación, de alguna manera, del desierto que florece y en el que surgen fuentes que fecundan la tierra. Los sentimientos de una gran mayoría han empezado a cambiarse de la aridez a la fecundidad. Y lo extraordinario es que las variadas formas de colaboración, no solo la entrega de dinero, han brotado del corazón de todos los que, sin dudarlo, sin razonarlo, de inmediato se sintieron impulsados a colaborar. Estas actitudes, este desprendimiento, esta solidaridad, son ya signos de hombres y mujeres nuevos, dispuestos a construir un país nuevo, como lo sueña Isaías. Esas capacidades, esas actitudes y compromisos ya estaban ahí latentes, se han disparado con ocasión del huracán Otto pero, una vez puestos de manifiesto, no tienen por qué ocultarse de nuevo. Tendremos que trabajar en adelante para que estos sentimientos no solo no desaparezcan, sino que se fortalezcan y crezcan. Pero ahora lo haremos sabiendo que construir esta fraternidad es algo que podemos hacer también en otras circunstancias de la vida cotidiana.
- Decía el Papa Francisco esta mañana en su oración del Angelus, que la alegría a la que nos invita el Apóstol Pablo en este tiempo de Adviento, de preparación de la navidad (Flp 4,4-5: “Alégrense siempre en el Señor. Vuelvo a insistir, alégrense. Que la bondad de ustedes sea conocida por todos los hombres. El Señor está cerca.) no es una alegría superficial o puramente emotiva, y mucho menos esa alegría mundana del consumismo. Se trata de una alegría más auténtica, de la cual estamos llamados a descubrir su sabor. Es una alegría que toca lo más íntimo de nuestro ser.
- Estoy seguro de que todos los que nos hemos solidarizado, en mayor o menor manera, con las víctimas del huracán Otto, nos sentimos invadidos por ese gozo al que se refiere Francisco, porque vemos que hemos podido colaborar a suavizar el dolor de las víctimas, a darles a ellas un poquito de más alegría en medio del sufrimiento. Y nos hace alegrarnos también al experimentar que en cada uno de nosotros se cumplen los signos que Jesús le dio al Bautista para reconocer su presencia: la curación de las heridas, la sanación del mal interior, la vida plena, el anuncio de la Buena Noticia a los pobres. Sí, un mundo nuevo se está gestando, aún en medio de muchas malas noticias políticas, económicas, militares,… que se producen internacionalmente, Aceptar ser “parteros” de ese mundo nuevo, de esa nueva forma de establecer relaciones humanas y con el planeta, es lo que puede hacer que la Navidad que se aproxima sea realmente feliz para todos.Ω
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