Lect.: Eclesiástico 3:17-18, 20,
28-29;7; Hebreos 12:18-19, 22-24; Lucas 14:1, 7-14
- Creo que a la mayoría de nosotros nos choca la figura del farsante. Aquel que se presenta como alguien que no es. Y también nos choca y nos duele descubrir que, quizás, sin quererlo, hay algo de farsa en cada uno de nosotros cuando dejamos que nos traten los demás como si fuéramos lo que no somos, más buenos, más religiosos, más inteligentes, más importantes, más simpáticos, mejores amigos de lo que en realidad somos.
- En la sociedad en que vivió Jesús también existía la tentación de la farsa y un banquete como ese al que invitó a Jesús el dirigente fariseo era, en ese momento, un lugar apto para apantallar, para dar la impresión de que los asistentes estaban entre los protagonistas principales de la ciudad o, al menos, del barrio. Sobre todo los de la mesa principal. Y Lucas cuenta que Jesús observó, durante la comida, que algunos se las ingeniaban para colocarse sin merecerlo en los puestos principales. Seguro que había estratagemas ingeniosas para lograrlo, aunque se corriera el riesgo de ser descubierto.
- La tentación de diversos tipos de farsa, de aparentar, de fingir, se comprende porque para construir la identidad propia, cada uno de nosotros, como ser humano, necesita el reconocimiento de los demás. Somos seres sociales y la aprobación de los que nos rodean es indispensable para reforzar el valor de nuestras prácticas y el acierto de lo que pensamos. El problema no es entonces buscar el reconocimiento público, sino buscarlo vendiendo una imagen falsa de nosotros mismos, haciendo trampa o pretendiendo construir esa imagen a base de superficialidades, de discursos que no se corresponden con lo que de verdad sentimos o hacemos, o de ideales vacíos.
- En la sociedad mediterránea en que vivió Jesús el honor era, hasta la exageración, el valor que más influía en la vida y comportamiento de cada uno. En nuestro lenguaje podríamos decir que definía, en gran medida, la identidad de la persona. En mantener el honor se jugaba la propia vida. Por lo general era de carácter familiar, del clan, y se adquiría al nacer en una familia honorable. Pero se estaba llamado a protegerlo, ya que para existir, el honor, la reputación, la “gloria” implicaba el reconocimiento público por parte de los demás. Y el honor, determinaba el estatus, el valor social de cada uno. Es un contraste con nuestra sociedad actual, en Occidente, donde lo que marca la dinámica de nuestras vidas no es la condición y el valor moral sino el éxito individualista competitivo, — un éxito que puede ser “fabricado” con independencia de ser o no una persona honorable, por lo que que muchos políticos y gente del mundo de las finanzas pueden lograr el éxito por “vías colaterales” y de manera relativamente rápida.
- Esta dinámica de nuestra sociedad nos marca a todos y atraviesa todas las capas sociales. De ahí la fuerte tentación de escoger la vía fácil. Si por la competencia, no podemos lograr el “éxito individualista”, sí podemos intentar construirnos una imagen, una apariencia del mismo. Y la sociedad actual, en la que vivimos, con los adelantos electrónicos, del espacio virtual, facilita con muchos más medios que en la época de Jesús, la posibilidad de apantallar, creando una imagen individual destacada. Pienso en unos cuantos ejemplos simples, más cercanos a nuestra vida de ciudadanos ordinarios, —ejemplos menos graves que los de los niveles político o financiero, pero igualmente dañinos para la vida personal. Tomarse un "selfie" puede ser un bonito recuerdo, y una muestra de cariño, cuando es con la novia, con la mamá o con un grupo de amigos. Pero colarse en una actividad pública, recurriendo a codazos o a influencias, para tomarse un selfie con el presidente de la República o con un candidato, aunque sea a Alcalde, puede ser síntoma de un afán desesperado de destacar. Algo parecido en redes sociales. Tener un buen número de amigos en Facebook a menudo refleja una actitud comunicativa, un carácter amistoso. Pero si uno se dedica indiscriminadamente a solicitar amistad de dirigentes y personalidades destacadas, de derecha e izquierda, de un partido y del contrario, surge la sospecha de que no te importan las personas, sino la construcción de tu ego.
- Y esto es, quizás, lo que nos puede quedar como parte de la lección del texto evangélico de hoy y que ya era herencia de la sabiduría popular en la época de Jesús: Que si tratamos de vivir con dignidad lo que somos auténticamente eso nos ganará el honor, —decían entonces—, el aprecio de los demás, –decimos hoy. Pero la farsa, el apantallamiento, el vivir aparentando lo que no somos en algún momento acabará avergonzándonos. Como dice nuestro pueblo, "la jarana siempre sale a la cara". Y lo que es más grave: impide que cultivemos lo mejor que hay en nosotros mismos y que es lo que verdaderamente somos, nuestro ser auténtico.Ω
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