Lect.: Deut 30:10-14; Col 1:15-20; Lc
10:25-37
- A nivel de las palabras que decimos, a nivel del discurso de curas, catequistas y padres de familia, cada vez más se ha ido extendiendo la convicción de que lo que cuenta en la práctica religiosa es el amor al prójimo. Incluso de que ahí está la prueba de nuestro amor a Dios. Ya esto no se discute. Pero, como no podemos escaparnos de esa exigencia evangélica, nuestra falta de transparencia ha encontrado otro truco para seguir con una vida en la que nadie nos moleste. Consiste en decirnos: “sí, es cierto, hay que amar al prójimo, pero, ¡ojo!, hay que entender qué quiere decir “prójimo”. Porque si “prójimo” equivale a “próximo”, ese inmigrante, con otro acento, quizás otra lengua y otro color de piel, no me resulta muy “próximo”. E incluso esa otra persona, aunque es de por acá, me parece que quiere manipular mis sentimientos con las supuestas historias que me cuenta, o como se presenta. Más que prójimo, parece ser un vividor o, quién sabe, hasta puede que sea un delincuente.
- Este tipo de excusas, pero aún más sofisticadas, las tienen hoy día en grado extremo países como los de la Unión Europea ante la enorme demanda de inmigrantes de países en guerra o en crítica situación económica. A pesar de su tradición de defensa de los derechos humanos, y a pesar de las responsabilidades que muchos de esos países tienen en los conflictos actuales de Asia y África, crece entre los europeos el racismo acompañado de manifestaciones violentas, al toparse con el rostro del inmigrante. No se trata ya tan solo de un distanciamiento de tradiciones cristianas que predican el amor al prójimo, sino de desconocimiento de las exigencias básicas de la condición humana.
- Pero reconozcamos que en nuestra situación cotidiana, el encuentro con extraños conlleva riesgos. ¿Cómo distinguir a un verdadero prójimo o “prójima” de un farsante? Bueno, aquí, “sin querer queriendo” ya nos pusimos en la posición del jurista que interpela a Jesús. Parece que quiere, con sinceridad, alcanzar la vida eterna; además, conoce bien la jerarquía suprema del mandamiento del amor al prójimo. Pero le pasa las nuestras: no acaba de aclararse, o para justificarse, aparenta que no entiende quién es, en concreto, ese señor o señora, —el “prójimo”—, y tiene que pedirle a Jesús que se lo explique claramente.
- Entonces vienen dos respuestas de Jesús que nos pueden —nos deben— sorprender. La primera, consiste en que el Maestro, en vez de responder con una definición, con una lección teológica, le pone una especie de parábola, le da un ejemplo, de un hombre asaltado en el camino y de las diferentes reacciones que tuvieron tres individuos que pasaron cerca. Lo hace así porque está convencido de que no son las doctrinas las que más mueven, sino la referencia a la realidad viva. Lo hace así porque quiere apelar a una motivación profunda que escapa a la “racionalidad” habitual. La historieta es muy hermosa y elocuente por el contraste que establece entre el comportamiento de los dos funcionarios religiosos frente al del samaritano, considerado como una especie de hereje por lo judíos. Los dos primeros tienen una posición privilegiada en Israel, se suponía que por su dedicación al servicio del Templo, aunque también por su estatus socioeconómico. “El sentimiento de lástima y las atenciones que presta un cismático samaritano a un pobre hombre, víctima de salteadores de caminos, contrasta vivamente con la insensibilidad y la absoluta despreocupación, tal vez inspirada por la propia ley, de dos representantes cualificados del culto judío; precisamente aquellos que, por su función y por su pertenencia a una determinada tribu, tenían por oficio «purificar» a los afectados por alguna contaminación de orden físico” (Fitzmyer). Es audaz, atrevido, ese contraste establecido por Lucas y quizás originalmente por Jesús, impensable en un ambiente judío.
- Pero la otra forma de respuesta de Jesús puede ser todavía más extraña. El jurista le había preguntado quién era su prójimo. Y Jesús, no solo no le responde directamente, sino que le cambia su pregunta preguntándole, a su vez “¿Quién de estos tres te parece que fue prójimo del que cayó en manos de los salteadores?”, es decir, ¿quién de los tres se comportó como prójimo? El giro que realiza, hace ver que lo importante para el evangelio no es que contemos con una clasificación de los demás como cercanos o lejanos, como nacionales o extranjeros, como infieles o creyentes, para ubicarlos como más o menos merecedores de nuestro amor. Lo que importa es que cada uno de nosotros desarrolle la capacidad de ser prójimo, de tener la actitud de “próximo” con los problemas y necesidades profundas de todos los demás, sin excepción. Es un reflejo de la actuación de Dios, que hace llover sus bienes sobre buenos y malos sin distinción. Un Dios visto por Jesús no como alguien que nos ama porque somos buenos sino que somos buenos porque nos ama.
- Un extraordinario hombre espiritual del siglo XX, Marcel Légaut, nos hace ver cómo no basta la proximidad física para concluir que estamos al lado de alguien y, más bien, en nuestros días, la estrecha cercanía física puede hacer más evidente la enorme distancia que quizás nos separa, lo ajenos que somos unos a otros. Un fenómeno que, lamentablemente se puede dar incluso al interior de parejas, familias y de iglesias. Y Légaut también nos hace ver cómo la mera prestación de un servicio o ayuda no basta para franquear esa brecha. Hace falta ir más allá, dar reconocimiento a la realidad del otro y permitir que, a su vez, nos reconozca a nosotros. Llegar a ser uno mismo el prójimo del otro conduce a hacer de él mi prójimo, sea quien sea.
- Esta que llamamos “parábola del buen samaritano”, no es por tanto un alegato para aprender a clasificar a la gente y así descubrir quiénes cumplen con los requisitos para ser verdaderamente necesitados de ayuda y quiénes no. En este evangelio se nos hace ver cómo todo ser humano, cada uno de nosotros, como hijos del mismo Padre, imágenes del Dios invisible, somos próximos, estamos interconectados, formamos una unidad y estamos llamados a darnos y a compartir lo que somos y tenemos como personas. Llamados a comportarnos como “prójimos” siempre supone un proceso, no es algo automático. Del contexto del mismo Lucas podemos reflexionar, preguntarnos y descubrir cuál es el camino para desarrollar esa capacidad de ser prójimo y cómo ponerla en práctica. Es el mismo camino que recorrió Jesús: un camino de desapego de sí mismo, de liberación de los propios intereses, al tiempo que llegaba a conocer y se identificaba con quienes más necesitaban de reconocimiento como personas en aquella sociedad.
- Concluyamos con otro pensamiento de Légaut referente a nuestro crecimiento como prójimos. “Los pasos interiores que conducen al progresivo descubrimiento del prójimo (…) no obedecen a una falta de vitalidad o de equilibrio personal que busca su remedio en una ayuda exterior”. Por el contrario, parece que esos pasos nacen “más bien de la autonomía de una vida personal por fin conquistada, desprovista de todo egocentrismo y capaz por su intensidad de sobrellevar con facilidad y amor su atención y reflexión sobre el otro”. Dicho en más sencillo: nuestra capacidad de entrega es fruto, en buena parte, de nuestra madurez y libertad personales. Aquí, de manera inesperada, al menos para mí, en el relato del Buen Samaritano se nos descubre la forma propia, no digo que exclusiva, de lo que significa en el evangelio el proceso de “negación de sí mismo”, de “vaciamiento de mi yo”. En la Buena Nueva de Jesús no es una autodestrucción, ni una desaparición de lo que soy, sino más bien un desplazamiento del “ego superficial”, gracias a que su espacio lo ocupan ahora “los otros” y el Otro, que son los que me permiten ser lo que realmente soy, dentro de esa Unidad. Avanzar en ese proceso es lo principal que ponemos en oración en esta Eucaristía.Ω
Comentarios
Publicar un comentario