Lect,: Gén
18:1-10; Col 1:24-28; Lucas 10:38-42
- Tal vez Uds. ya escucharon esta noticia: el lunes pasado el vuelo 909 de American, programado para despegar de Miami a las 20 hrs, hacia el aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, salió con hora y media de retraso. Lo curioso del hecho fue la causa del retraso. No fue un desperfecto técnico. No fue la amenaza de un ataque terrorista. Fue algo más inusual e inesperado: cuando siete pasajeros que ya habían abordado se dieron cuenta de que tanto la comandante piloto como la subcomandante copiloto eran mujeres, exigieron que les dejaran bajar de inmediato del avión. Hubo que sacar sus valijas y eso demoró una hora y media la salida del vuelo. Supongo que a todos nosotros este tipo de reacciones en pleno siglo XXI nos deja sin palabras e incrédulos de hasta qué extremos pueden llegar hoy los prejuicios machistas. Pero si nos sorprenden esos comportamientos anacrónicos que aún sobreviven, tratemos de imaginar cómo sería en la época y pueblo de Jesús. En el Libro judío de oraciones, el Jiddur, aparecía la siguiente plegaria para ser recitada por todo varón israelita al levantarse por la mañana: “Bendito seas Dios, rey del universo, que no me has hecho pagano, ni esclavo ni mujer”. Y como si fuera poco, la versión palestina del Talmud incluye la siguiente afirmación: “Es mejor quemar la Torah que dejar que sea estudiada por una mujer”. Estas referencias nos pueden dar un telón de fondo apropiado para releer el relato evangélico de Lucas este domingo y apreciar el significado de que Jesús aceptara la invitación como huésped de una mujer, Marta, y que su hermana, María, se colocara a sus pies para escuchar la enseñanza de su Palabra.
- De primera entrada podemos imaginar el escándalo causado por el comportamiento de Jesús en el suceso original. Con su trato a las mujeres rompía radicalmente todas las normas religiosas y sociales de la época relativas a las relaciones entre hombres y mujeres. Este relato de Lucas es tan solo uno de los muchos casos que podemos rápidamente recordar: desde situaciones de extremo enfrentamiento, como la defensa de la mujer adúltera que iba a ser apedreada a muerte, o la famosa declaración de protección de la mujer en el matrimonio, en un texto de Mateo que, no por casualidad, ha sido curiosamente leído como una prohibición del divorcio (Mt. 19:3-9), hasta encuentros y conversaciones más cotidianos, como el de la mujer a la que pide agua en el pozo, pasando por acciones de sanación como a la suegra de Pedro; a la mujer encorvada; a la mujer enferma de hemorragias, entre otras. Al mismo tiempo que reta la estructura de relaciones sociales vigente, la conducta de Jesús ponía en evidencia la vaciedad de unas tradiciones religiosas que se habían desconectado de la revelación original de la creación del hombre y la mujer como imagen de Dios. No es solamente por comer con pecadores, o por permitir la cercanía de prostitutas que se hace objeto de críticas. Bastó su apertura a las mujeres entre las discípulas y su respeto hacia ellas para marcar una clara y provocadora diferencia entre la Buena Noticia y la religión del templo.
- Pero, además, al ser retomado el relato de hoy por el evangelista y puesto como modelo de comportamiento a la comunidad lucana, deja claro como la primeras comunidades cristianas asumieron el puesto de la mujer en la iglesia, para ser discípula en igualdad de condiciones con el varón, y al hacerlo también marcaron conscientemente su distancia de las enseñanzas y prácticas de la religión y cultura judías.
- Pero, aparte de ese impacto socio cultural reflejado en el relato de la visita a Marta y María, si nos detenemos con más atención en detalles del mismo se nos abre, en la descripción de las dos mujeres y en el trato de Jesús con ellas, el descubrimiento de dimensiones profundas de la vida humana, tal como las ve el evangelio. En sí mismo, ya es elocuente el tomar el ejemplo de dos mujeres para hablarnos de dimensiones importantes, decisivas de la vida humana. Y así lo hace el evangelista. En primer lugar, se nos está diciendo que para ser completos, como cristianos y como seres humanos debemos realizar, al mismo tiempo, las dimensiones simbolizadas en María y Marta, de escucha y servicio, de oyentes y servidores, tanto del prójimo como de la palabra de Dios. La semana pasada, en el samaritano aprendíamos que “la mera prestación de un servicio o ayuda no basta para franquear la brecha con el prójimo. Hace falta ir más allá, dar reconocimiento a la realidad del otro y permitir que, a su vez, nos reconozca a nosotros.” No basta que Marta prepare platos para su huésped, debe aprender a poner atención a la persona del invitado, como el aspecto más importante en la hospitalidad. En ese sentido la escucha de María, a los pies de Jesús, no es una negación del servicio, sino la primera exigencia de la hospitalidad.
- La otra dimensión de la vida humana, es a la que se apunta cuando el texto dice que Marta estaba atareada en muchos quehaceres, y que Jesús le comenta que “te preocupas y te agitas por muchas cosas” cuando son pocas las importantes. No se trata de una crítica o subvaloración del servicio, cuando al final de la parábola del buen samaritano la recomendación era clara, “Anda y haz tú lo mismo”. El problema estaba en la forma como Marta realizó el servicio. No solo Marta olvida, paradójicamente, la prioridad de la persona del invitado, sino que, además, se olvida de sí misma, se pierde en distracciones que la arrastran en diversas direcciones. Resulta inevitable evocar en nuestra propia época, en nuestro propio estilo contemporáneo de vida, marcado por el productivismo y el utilitarismo, en el que al estar fragmentados en múltiples actividades, tanto de ocio como de trabajo, con múltiples ruidos de fondo, no solo se nos genera estrés, sino que nos afecta la posibilidad de escuchar a fondo a cada uno de los miembros de nuestra familia, de nuestras amistades o de cualquiera que nos necesite. El estar “agitado por muchas cosas” —de lo que la simultaneidad del uso del celular con la participación con otros en la mesa puede ser uno entre otros signos— nos impide el “trato personalizado” y nos distrae la atención del descubrimiento de la riqueza de lo que cada uno de nuestros próximos es como imagen de Dios. Nos distrae, en fin, de nuestro propio autodescubrimiento. Si lográramos celebrar la Eucaristía como momento de silencio y escucha, esto podría ayudar a recuperar su valor espiritual y no meramente ritual religioso, que con su rutina no ayuda a recuperarnos de la pérdida de nosotros mismos a la que nos arrastra el actual ritmo de vida.Ω
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