Lect.: Is 35, 4-7 a; Sant 2: 1-5; Mc 7, 31-37
- En la clínica donde estoy en tratamiento nos encontramos unos 200 pacientes por secuelas de lesiones cerebrales y medulares. Extraoficialmente se dice que hay una lista de casi 6000 solicitudes de ingreso, de los cuales un poco más de 200 son niños pequeñitos. Resultan inimaginables las cifras que pueden alcanzar, solo pensando en España y en Latinoamérica, de afectados similares a los que la medicina convencional no pasa de juzgar “sin remedio” y, en extremos, como candidatos a permanente vida vegetativa. Las secuelas en cuestión impiden no solo capacidad de movimientos, sino un arcoíris de nombres poco conocidos de raras afecciones del oído, el habla, la vista, orientación, conocimiento, memoria, voluntad, interés… Si el propósito del evangelista Marcos con el relato de hoy fuera proponer a Dios como gran médico principal o suplente, por medio de Jesús, los discípulos del Maestro tendrían trabajo para rato.
- Hay otras dos dimensiones de la enfermedad, en la Palestina de la época de Jesús, que esas sí pueden haber atraído más la atención de la comunidad de Marcos. La primera es el carácter de excluidos que adquirían las víctimas de enfermedades, sobre todo de algunas. Fácilmente caían bajo las leyes de “impureza” aplicadas por el Templo, y por la mentalidad religiosa que les asociaba sus dolencias con alguna forma de pecado. Se les podía entonces excluir del culto, del contacto con las personas sanas y, en fin, de una normal vida de inserción social y de lo que hoy llamaríamos “derechos”. A menudo esto era más doloroso que el mismo padecimiento físico. Y eso sí se podía combatir y "curar".
- La otra dimensión que pudo estar viendo la comunidad de Marcos era la de una afección más profunda simbolizada por la sordera y los impedimentos del habla. Era la imposibilidad de ser persona plena por incapacidad de poderse comunicar. Como bien explica un gran estudioso (Pikaza), tanto en el sentido físico, como en el simbólico, el sordomudo del relato es un “enfermo de comunicación”. “es un esclavo de su propia sordera y tartamudez: no logra entender lo que dicen, no puede expresarse.” Y eso le hace vivir encerrado en sí mismo. Y puede entenderse como “signo de aquellos que no entienden: prefieren mantenerse en esquemas viejos", solo escuchándose sus propias palabras y razones. Se trataba de un mal que afectaba a fariseos y a autoridades políticas y religiosas, incapaces de salir de su aislamiento mental para descubrir la novedad de la Buena Nueva. Pero , paradójicamente, afectaba también a los sometidos al Templo, a la gente sencilla, a los pobres y no educados, a los cuales se les imponía la palabra de sacerdotes y dirigentes, y se les impedía pronunciar con libertad su palabra propia y escuchar nada que no fuera el pensamiento oficial.
- Para el Jesús de Marcos, como lo hemos visto el domingo pasado y se encuentra claro en estos capítulos seis y siete del evangelio, la aspiración es que nadie quede excluido de la comunidad universal, que ningún grupo “selecto” impida el acceso de nadie a la mesa común compartida. Y que todos puedan, en ese contexto, escuchar y proclamar la palabra de vida y comunión universal. Es probable que en aquellos grupos de primeros cristianos en los que se redactó esta versión del evangelio se estuviera practicando ya la catequesis y el bautismo para expresar con un gesto ritual que el cristiano es “un hombre o mujer al que Jesús abre los oídos y desata la lengua para que pueda escuchar y proclamar una palabra distinta abierta a todos los seres humanos”. Todavía quedan reminiscencias en nuestros ritos bautismales, cuando el sacerdote pronuncia la palabra de Jesús “¡Ábrete!” (“¡Epheta!”) sobre boca y oídos del bautizando.
- Este texto de hoy nos abre perspectivas a las actuales comunidades de discípulos de Jesús: no las de pretender convertirnos en competencia de las prácticas médicas creando expectativas de curación milagrosa a quienes padecen de serias restricciones físicas de sus capacidades. Pero sí esforzándonos por eliminar los obstáculos que impiden el acceso de estos enfermos a su plena integración social. Y, en el sentido simbólico del texto, los cristianos tenemos claramente trazada la tarea de luchar por una sociedad —una educación, una política, una economía— en la que todo hombre y mujer pueda pronunciar su palabra en libertad y escuchar las que considere fecundas para su crecimiento. Sin “Templo” ni “dirigencias” que se lo impidan.Ω
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