Lect.: Is 52: 7-10; Hebr 1:1-6;
Jn 1: 1-18, 25 de dic. de 11
1. Una vez más hemos
detenido un poco la dinámica de trabajo y preocupaciones ordinarias del año y
nos hemos dejado atrapar, con gusto, en el ambiente de la Navidad. Como cada
diciembre, hemos iluminado nuestras casas, hemos puesto el portal y adornado el
árbol, hemos sacado el rato para mandar Correos o tarjetas de saludo, hemos
intercambiado tamales, queques navideños y otros regalillos, en la medida de
las posibilidades. Cierto que, en buena parte, el comercio, estimulando el
consumismo, ha tratado como siempre de apoderarse de estas fiestas, pero no
puede ganarle a lo mejor de nosotros que se manifiesta estos días: el deseo
profundo de compartir, el deseo fuerte de lograr alegría para todos y la
esperanza de que podamos seguir construyendo una sociedad, una convivencia
mejor de la que existe.
2.
Es verdad que estos días pasan muy rápido y que se da
el peligro de que con la cuesta de enero se nos olviden estos valores profundos
que salen a la superficie en el ambiente navideño, pero la vivencia espiritual
y religiosa sincera y auténtica del nacimiento de Jesús es la manera de
garantizar que lo mejor de nosotros mismos que experimentamos en navidad va a
permanecer a lo largo del año.
3.
En primer lugar, porque este misterio del portal nos
fortalece la experiencia de que la presencia de Dios se ha manifestado de forma
humilde, pobre, sencilla, tan frágil o más como lo es la vida de cada uno de
nosotros. Esto ya es, sin duda, una fuente de ánimo en nuestro caminar. Desde
el niño de Belén vemos y entendemos mejor la rica realidad de nuestra
vida. En segundo lugar, porque al oír ese anuncio de que "hoy" nos ha
nacido un Salvador, caemos en la cuenta de que el evangelio no nos está
hablando de una fecha perdida hace 21 siglos, ni solo del 25 de diciembre del
2011, sino del "hoy" de cada día. No se trata tanto de un
suceso puntual histórico, sino de un proceso permanente por el que nace en cada
uno de nosotros el hijo de Dios, yrenacemos cada uno como hijo de Dios a una
vida nueva.
4.
En este sentido, podemos confiar, entonces, en que en
la persona de Jesús encontramos la salvación de los dos problemas más serios
que nos agobian a los seres humanos: la ignorancia y el sufrimiento. La
ignorancia de lo que somos cada ser humano en lo profundo, de nuestra capacidad
para crecer en plenitud compartiendo la vida de la divinidad. Y con este
conocimiento somos también salvados del sufrimiento, que se deriva de no poder
vivir los altibajos de la vida, como momentos de encuentro con el Dios que
habita en nosotros mismos.
5.
Anoche, el evangelista Lucas expresaba este misterio
de la vida humana en un simple relato simbólico, sobre un niño recién nacido
que sus padres colocan para calentarlo, sobre un comedero de ganado, en un
corral. Hoy, el prólogo de Juan se remonta más allá de la historia, para ver la
divinidad, la palabra de Dios, en los orígenes del universo. Los dos relatos, o
más bien reflexiones, juntas nos dan la misma Buena Noticia: nos dicen quién es
el Dios en quien creemos y como actúa, simple y sencillo, teniendo como morada
la vida humana. Esta noticia nos permite vivir, sin duda, salvados, liberados
de las raíces de la ignorancia y de la angustia.
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