Lect.: Isaías 49:3, 5-6; I Cor 1:1-3; Juan
1:29-34
- Es bueno que a uno le vuelvan a “presentar a Jesús” de tiempo en tiempo. Oportuno que la liturgia nos lo haga al iniciar un nuevo año. Eso puede ayudarnos a replantearnos lo que hemos creído hasta ahora. En la eucaristía de este domingo le toca actuar como “presentador” a Juan el Bautista y si escuchamos con atención, superando las propias preconcepciones, nos sorprenderá. Porque la presentación de Jesús que hace el Bautista, bien entendida, al menos, echa por tierra algunas de las prácticas más rutinarias de nosotros los católicos. En concreto, la forma casi mecánica de acercarse a la confesión para “conseguir el perdón de los pecados” o, para quienes han abandonado la frecuencia de ese sacramento, la otra reiterada rutina de pedir perdón a Dios en privado por múltiples fallos que nos hacen sentir mal. Y esto, por cuanto el Bautista no presenta a Jesús como alguien que viene a perdonar pecados, como es creencia generalizada. Ni, menos aún, a establecer un mecanismo para que sus seguidores logremos de manera fácil, casi automática, que se nos borren esos pecados tan solo cumpliendo con un trámite de confesión con un sacerdote. (Un poco incómodo, cierto, pero que pasa rápido). Más bien Juan el Bautista presenta a Jesús de una manera distinta, como el que viene a ofrecer algo más radical y difícil: quitar EL pecado del mundo. ¿Cuál es la diferencia? Que no habla de los pecados en plural, como un sinfín de fallos individuales, sino en singular: habla de quitar —no se queda en perdonar— EL pecado, es decir, la condición pecaminosa que nos afecta, nos tiene amarrados y nos destruye a los seres humanos. Como nos lo han ayudado a entender hombres y mujeres espirituales a lo largo de la historia, esa condición pecaminosa consiste en la tendencia ilusoria a vernos como seres aislados, más o menos autosuficientes, centrados en sí mismos, que compiten por encima y contra los demás para sobrevivir. Se comprende que sea lo esencial de esa condición de pecado que nos afecta a todos, porque la misma experiencia muestra que de esa “simple actitud” se derivan prácticamente todos los males que podamos concebir. Al actuar conforme a esa manera egocéntrica de ver las cosas, generamos violencia, sumisión y opresión de los demás. Por eso es que esa falsa comprensión de lo que somos es la raíz de nuestra condición pecaminosa.
- Para el Bautista, entusiasmado al descubrir por advertencia divina que Jesús es quien nos libera de esa condición pecaminosa, la cosa va más allá. La liberación la obtenemos al ser sumergidos, —es lo que quiere decir “bautizados”— en el Espíritu Santo, es decir, transformados, recuperados, para vivir la vida del Espíritu, que es la auténtica y más profunda condición original humana. Eso es lo que somos por creación, partícipes de la vida del propio Espíritu de Dios. Por eso, porque lo que ofrece Jesús es el camino para una “inmersión” en la vida del Espíritu y una renovación radical, por eso es que Juan el Bautista —conforme lo recuerdan los otros tres evangelistas—ve a Jesús como alguien más fuerte que él. Juan es consciente que él con su misión, por contraste con Jesús, solo viene a realizar bautismos rituales, de agua, para llamar a la penitencia.
- Seguir el camino de Jesús, identificarnos con sus preferencias, sus palabras y sus acciones es lo que nos va “bautizando” en la vida del Espíritu progresivamente. Estamos empezando el año y con él, el tiempo litúrgico en que nos tocará escuchar a Mateo narrarnos esas palabras y acciones y, entre ellas, muchas curaciones realizadas por Jesús que, como veremos, son expresiones de la sanación interior que Jesús realiza. En la experiencia de los sanados se mostrará la liberación de las amarras que paralizan las capacidades humanas y que nos encierran en una falsa visión de nosotros mismos y de nuestro entorno. Unas amarran que nos hacen creer que toda la realidad que existe, las cosas que valen la pena, todo lo real que somos, se reduce a la que se refleja en nuestra corta visión egocéntrica. De esa miopía, de esa ignorancia, nos libera el Espíritu Santo en el que nos sumerge nuestro seguimiento de Jesús, liberándonos así de la condición pecaminosa, raíz de muchos fallos irresponsables que dañan a otros y a nosotros mismos.
- Profetas como Ezequiel y Zacarías ya habían comprendido y anunciado (ver, por ejemplo, Ez 36,25-26 y Zac 13,1-39 que lo importante para el ser humano no era el esfuerzo inútil por cumplir todo un complejo aparato legislativo visto como expresión de la voluntad de Dios. Ni tampoco la realización de rituales y sacrificios, que a menudo se tornaban vacíos por no ir acompañados de prácticas de justicia. Según estos profetas, lo importante para el ser humano era tener lo que ellos llamaban un corazón nuevo, un espíritu nuevo, que expulsa el espíritu impuro de la tierra. En esa misma línea profética está Jesús de Nazaret que, además de compartir esa visión nos da la Buena Noticia de que para todos es posible esa sanación, porque todos tenemos la vida del Espíritu de Dios. La Buena Nueva nos lleva a que confiemos sin dudar en que de lo que se trata está, no en un mayor esfuerzo de nuestra parte por liberarnos de una condición humana que, si bien, no es genética, por supuesto, la tenemos fuertemente inserta por la constante acción de herencias culturales y de prácticas económicas y políticas que determinan nuestra cotidianeidad. La cosa está en dejar actuar al Espíritu dentro de nosotros, él es el que nos “bautiza” llevándonos a vivir en armonía con nosotros mismos, con todos nuestros semejantes, con toda la naturaleza, porque, lejos de ser individuos aislados autosuficientes, todos somos una sola cosa en Dios.Ω
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