Lect.: Jer 33, 14-16; I Tes 3, 12-4, 2; Lc
21, 25-28. 34-36
- El clima, el espíritu festivo, las ganas de salir a vacaciones, de comer tamales,… todo nos habla del final de un ciclo y del comienzo de otro. El calendario civil nos anuncia que queda un mes para iniciar el 2016, mientras que el calendario de la iglesia nos hace un adelanto diciéndonos que hoy empieza un nuevo año en la liturgia, con un período de casi cuatro semanas de preparación de la Navidad. La tradición lo llama “tiempo de adviento”, es decir de la “venida”, haciendo referencia a la venida de Jesús que conmemoramos el 25 de diciembre. Pero más allá de esa fecha particular, es preparación a la permanente venida del Dios hecho hombre en la historia de nuestro mundo.
- Una hermosa tradición nos lleva a los cristianos a poner en una corona con ramas de plantas y árboles, 4 velas que vamos encendiendo, progresivamente, una cada domingo antes de navidad, como símbolo de que estamos dispuestos a dejar que la luz del Hijo del Hombre nos invada cada vez más al reconocer su presencia en medio de nosotros. Esa luz es la que nos libera de todo miedo, de toda cobardía, y que nos permite vivir con esperanza aun en medio de los mayores problemas y sufrimientos. Esa luz nos permite descubrir que el nacimiento del hijo del hombre no elimina estos problemas y males, sino que nos capacita para renacer nosotros mismos y construir una vida nueva no importa en medio de cuales circunstancias nos encontremos.
- Por eso, el texto del evangelio de Lucas nos habla de un momento especialmente dramático en la historia del pueblo de Israel. Lo que podríamos llamar el “fin del mundo judío”. Hacia el año 70 de nuestra era, el ejército romano destruyó la ciudad de Jerusalén, incluyendo el Templo, símbolo de la presencia de Yavé - Dios, en medio del pueblo. Para los judíos de esa época, eso equivalía al final de su mundo. A partir de entonces y hasta 1948, Israel desaparecería de la geografía y de la historia como país. Semejante acontecimiento tenía que impactar también a las primeras comunidades cristianas, en gran parte de origen judío, y por eso no solo Lucas, sino los cuatro evangelistas, que escriben sus textos varios años después de esos hechos, ven la necesidad de transmitir a los discípulos de Jesús un mensaje de esperanza, ayudarles a descubrir que aun en situaciones extremas, de guerra y destrucción es posible siempre ver la presencia del Hijo del Hombre con gran poder y majestad. Esa presencia liberadora es la que permite a todos los que aceptamos escuchar la Buena Nueva, mantenernos erguidos, derechos y con la cabeza levantada, expresión de nuestra esperanza.
- También en nuestra época nos hace mucha falta a todos reavivar esa actitud de esperanza. El terrorismo y la guerra parecen dibujar un panorama muy desalentador a nivel mundial, al punto de temer un final de la sociedad contemporánea si la humanidad no rectifica el rumbo. Uno podría pensar que en Costa Rica no tenemos que preocuparnos, porque estamos muy lejos de conflictos armados como los que afectan a Siria, o a Palestina, o de golpes del terrorismo como en Francia, en Mali o en Túnez. Sin embargo las raíces de la violencia están ligadas a la desigualdad y a la pobreza y estas sí son problemas nuestros. Mantener la cabeza levantada, alimentar la esperanza en la presencia del Hijo del Hombre, no es creer que él nos va liberar milagrosamente de la violencia, sino que es confiar en que él nos da la fuerza para enfrentar con valor y eliminar las amenazas a una convivencia fraterna y justa.Ω
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