Lect.: Is 53, 10-11; Hebr 4, 14-16 Mc 10, 35-45
- En el mundo en que vivimos, en el tipo de vida social humana que hemos ido desarrollando el poder ocupa un lugar central. El poder político, el económico y financiero, -que casi siempre está detrás del político determinándolo-, pero también el poder moral, religioso, eclesiástico. Es un "poder" que entendemos como "fuerza", como capacidad de imponer lo que entendemos como correcto o lo que nos interesa. Aunque lo llamemos "autoridad", como palabra más suave, es muy parecido, en el orden de las relaciones, a la potencia que tenemos para transformar la naturaleza, el mundo material, a veces para mejorarlo y, a menudo hoy, por desgracia, para destruirlo. El deseo y el ejercicio del poder se nos cuela en todas las rendijas de nuestras relaciones sociales, incluyendo las familiares y eclesiales. Así ha sido por siglos. Y por eso no es de extrañar que dos discípulos cercanos y queridos de Jesús, Santiago y Juan, los hijos del Zebedeo, mientras el Maestro les está invitando a remontarse a nuevos horizontes, ellos en lo único que piensan es en llegar a sentarse en dos tronos, es decir, en llegar a trepar bien alto en la escala de poder. Quizás la buena intención de transformar las cosas para mejor. Pero, en todo caso, su lógica es la lograr el poder.
- Por contraste, el camino del que Jesús les viene hablando, que vienen recorriendo en su subida a Jerusalén, es muy otro. No es el camino del poder sino el de la propia autodonación, de la entrega, de la ofrenda de la propia vida, que se traduce en concreto en el servicio. Esta propuesta de Jesús conlleva un completo y radical cambio de onda, de perspectiva. Supone un cambio radical de actitud ante la vida. Tan radical que no es fácil entenderlo y a menudo se mal entiende y confunde con una actitud de autodestrucción, de sacrificar al ser humano en el altar de un dios exigente. O se confunde con una actitud débil y cobarde que se somete y conforma con las estructuras injustas de poder existentes en la sociedad, en las Iglesias, en grupos e incluso en la familia.
- Pero la propuesta de Jesús no tiene nada de eso, como lo muestra su vida entera. Es una propuesta valiente y libre. Libre, porque no está amarrada a ninguna esclavitud, ninguna ansia de poder propio, a ninguna obsesión por tener riquezas y fuerza como si la carencia de éstas le impidieran ser plenamente él mismo. Al contrario, es así de libre porque sabe que no carece de nada en su ser profundo y auténtico donde es un solo ser con Dios. Es, al mismo tiempo, una propuesta, un modo de vivir valiente, porque al plantear tan distinta manera de vivir no teme enfrentarse a las autoridades, los poderes políticos y religiosos que terminarán por asesinarlo, porque les resulta incómodo, amenazante.
- Seguir el camino de Jesús nos pide también esa valentía y libertad, No pensar que la vida espiritual, que el evangelio, se realizan en juegos de poder, de competencia y rivalidad, eso equivale, en términos de Jesús, a perder el alma, creyendo salvarla. en cambio, seguir el camino de Jesús es tener la confianza de que por esa vía no perdemos nuestra vida, nuestra identidad, sino que más bien la redescubrimos y la redimensionamos, como algo que ya tenemos y por lo que no tenemos que pelear, sino como una identidad no individualista sino compartida, con todos los demás, en la divinidadΩ
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