(ES LA HOMILÍA DEL DOMINGO PASADO, CON UN POCO DE RETRASO, DADO EL NUEVO INICIDENTE DE SALUD QUE TUVE EL FIN DE SEMANA RECIENTE).
9º domingo tiempo ordinario, 6 de marzo de 2011
Lect. Deut 11,18.26-28.32, Salmo: 30: Rom 3,21-25a.28, Mateo 7,21-27
1. Aunque a milenios de distancia uno puede intentar imaginar aquel auditorio que rodeaba a Jesús cuando termina el sermón del Monte. Estarían atrapados por la fascinación, la esperanza, algunos quizás por la incredulidad o el escepticismo. Todas aquellas enseñanzas, aquellas promesas de bienaventuranza, aquella cercanía del Reino de Dios que se respiraba, los hacían apegarse a aquel mensaje, a aquellas palabras tan hermosas que, como se lo decía de la Ley el Deuteronomio, quisieran llevarlas pegadas en su frente y en sus muñecas sin alejarse jamás de ellas. Pero al concluir el sermón, Jesús los sacude de sus asientos: ¡Atención! no hay que encantarse con palabras, ni con doctrinas, ni con textos para llevar encima como reliquias. De lo que se trata es de vivir la misma vida de Dios. No de teorizar sobre ella, ni de convertir el mensaje en doctrina sagrada. No se trata, ni siquiera de prorrumpir en alabanzas e invocaciones, ni de hacer milagros. Se trata de hacer las cosas con la misma voluntad del Padre, es decir, desde su misma vida, actuando desde la única roca sólida que es Dios mismo.
2. Esta llamada de atención de Jesús debió chocar a muchos, como puede seguirnos chocando en nuestros días, si estamos en el error de creer que lo esencial del cristianismo es la enseñanza intocable de un conjunto de doctrinas sobre Dios y la moral; o si pensamos que la “práctica” principal de nuestra fe es la de una serie de ritos y celebraciones. No digamos ya si pensamos que lo esencial de la santidad está ligado a la realización de milagros. O como muchos judíos de la época que lo que les preocupaba era llevar trocitos de la Escritura en su sombrero o en su ropa. De lo que se trata es de construir nuestra vida sobre roca y, en el lenguaje bíblico tradicional, como lo dice hoy el salmo, la roca es Dios. Es la misma vida de Dios la que da fundamento y solidez a nuestra vida humana. En otras palabras, a Dios lo hacemos presente en nuestras acciones, en nuestra vida cuando la vivimos a fondo.
3. Pero la metáfora de la roca tiene otros dos sentidos complementarios con el mencionado. Pablo y Pedro en sus cartas aplican la idea de la roca, y otras veces la de la piedra angular, —básica de la construcción—, a Cristo. Y desarrollan la idea de que todos juntos, fundamentados sobre la misma piedra, somos una sola cosa, como un solo edificio, un solo cuerpo. Ya la misma metáfora física de la roca versus la arena, nos habla de la importancia de la unión, de la solidaridad —vivir y actuar como algo sólido—, frente a la tentación de disgregarnos en los granos de arena que pierden separados la fortaleza que adquieren todos juntos cuando integran una sola roca.
4. Sintetizando estas enseñanzas podemos decir que desde la perspectiva evangélica, “entrar en el Reino de Dios”, “salvarse”, “ser santo”, no es nada mágico, ni esotérico. Ni son sobreañadidos de ejercicios rituales u ortodoxias doctrinales. No es nada distinto de la vida humana misma vivida a fondo, hasta su fondo de roca, que es Dios mismo, y no de manera fragmentada, sino compartiendo con todos los demás este mismo destino humano, esta misma vida de la que todos somos cauces.Ω
9º domingo tiempo ordinario, 6 de marzo de 2011
Lect. Deut 11,18.26-28.32, Salmo: 30: Rom 3,21-25a.28, Mateo 7,21-27
1. Aunque a milenios de distancia uno puede intentar imaginar aquel auditorio que rodeaba a Jesús cuando termina el sermón del Monte. Estarían atrapados por la fascinación, la esperanza, algunos quizás por la incredulidad o el escepticismo. Todas aquellas enseñanzas, aquellas promesas de bienaventuranza, aquella cercanía del Reino de Dios que se respiraba, los hacían apegarse a aquel mensaje, a aquellas palabras tan hermosas que, como se lo decía de la Ley el Deuteronomio, quisieran llevarlas pegadas en su frente y en sus muñecas sin alejarse jamás de ellas. Pero al concluir el sermón, Jesús los sacude de sus asientos: ¡Atención! no hay que encantarse con palabras, ni con doctrinas, ni con textos para llevar encima como reliquias. De lo que se trata es de vivir la misma vida de Dios. No de teorizar sobre ella, ni de convertir el mensaje en doctrina sagrada. No se trata, ni siquiera de prorrumpir en alabanzas e invocaciones, ni de hacer milagros. Se trata de hacer las cosas con la misma voluntad del Padre, es decir, desde su misma vida, actuando desde la única roca sólida que es Dios mismo.
2. Esta llamada de atención de Jesús debió chocar a muchos, como puede seguirnos chocando en nuestros días, si estamos en el error de creer que lo esencial del cristianismo es la enseñanza intocable de un conjunto de doctrinas sobre Dios y la moral; o si pensamos que la “práctica” principal de nuestra fe es la de una serie de ritos y celebraciones. No digamos ya si pensamos que lo esencial de la santidad está ligado a la realización de milagros. O como muchos judíos de la época que lo que les preocupaba era llevar trocitos de la Escritura en su sombrero o en su ropa. De lo que se trata es de construir nuestra vida sobre roca y, en el lenguaje bíblico tradicional, como lo dice hoy el salmo, la roca es Dios. Es la misma vida de Dios la que da fundamento y solidez a nuestra vida humana. En otras palabras, a Dios lo hacemos presente en nuestras acciones, en nuestra vida cuando la vivimos a fondo.
3. Pero la metáfora de la roca tiene otros dos sentidos complementarios con el mencionado. Pablo y Pedro en sus cartas aplican la idea de la roca, y otras veces la de la piedra angular, —básica de la construcción—, a Cristo. Y desarrollan la idea de que todos juntos, fundamentados sobre la misma piedra, somos una sola cosa, como un solo edificio, un solo cuerpo. Ya la misma metáfora física de la roca versus la arena, nos habla de la importancia de la unión, de la solidaridad —vivir y actuar como algo sólido—, frente a la tentación de disgregarnos en los granos de arena que pierden separados la fortaleza que adquieren todos juntos cuando integran una sola roca.
4. Sintetizando estas enseñanzas podemos decir que desde la perspectiva evangélica, “entrar en el Reino de Dios”, “salvarse”, “ser santo”, no es nada mágico, ni esotérico. Ni son sobreañadidos de ejercicios rituales u ortodoxias doctrinales. No es nada distinto de la vida humana misma vivida a fondo, hasta su fondo de roca, que es Dios mismo, y no de manera fragmentada, sino compartiendo con todos los demás este mismo destino humano, esta misma vida de la que todos somos cauces.Ω
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