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3er domingo Pascua 2007

3er domingo de Pascua, 22 abril 2007
Lect.: Hech 5: 27 b – 32. 40 b – 41; Apoc 5: 11 – 14; Jn 21: 1 –19



1. A menudo pienso que uno de los daños que se hace a los líderes de la Iglesia es idealizarlos. Y, a la larga, es un daño que nos hacemos a nosotros mismos, a nuestra perspectiva de vida como cristianos. Idealizar al Papa, a tal o cual Obispo, a tal o cual sacerdote, como si fueran seres fuera de este mundo, como si fueran santos solo por el cargo que ocupan, como si fueran o tuvieran que ser impecables, más cercanos a Dios que nadie, no solo no es real, sino que además no ayuda mucho a nuestra vida espiritual. No es realista porque Papa, obispo y sacerdotes, seguimos siendo tan humanos como cualquier otro. Intentar vivir como si esto no fuera así, construirles imagen publicitaria idealizada solo conduce a la posibilidad de escándalo, de tropiezo, cuando en cualquier momento se les descubre algún fallo humano más o menos serio. Y esto daña nuestra vida espiritual y la posibilidad de entender en qué consiste ser cristiano resucitado.
2. Un texto como el de Jn hoy, en el que una de las primeras comunidades cristianas, intentó subrayar la importancia de la autoridad de Pedro, para nada usa ese mecanismo de la idealización. Todo lo contrario, destaca cómo Pedro, antes de recibir ese encargo de cuidar el rebaño de la Iglesia, necesita ser perdonado confesando tres veces su amor por el Señor. Esa triple confesión está evocando con claridad la triple negación que todos recordamos, muy seria, porque tuvo lugar la misma noche en que Jesús fue arrestado. Este hombre que va recibir ahora esta responsabilidad en la Iglesia es un hombre como otro cualquiera, que ha experimentado fallas muy grandes. Jesús solo le pide la humildad de reconocerse humano, débil, necesitado de perdón, pero con muchas ganas de amar. Jn no da lugar a ninguna idealización de lo que somos los cristianos: a Pedro, a la pecadora, a cualquiera de nosotros, muchos se nos perdona en la medida en que mostramos mucho amor.
3. La semana pasada veíamos como un signo de la resurrección de Jesús, cuando la comunidad eclesial pasa de ser una iglesia de puertas cerradas, a una iglesia abierta en diálogo con el mundo. Para la comunidad y para cada uno, pasar del miedo y la inseguridad a la confianza y la valentía, son un primer signo de que está en nosotros el poder transformador de la resurrección. En este nuevo mensaje evangélico de hoy, se nos da otra buena noticia, que el reconocimiento de las propias fallas y de la necesidad de ser perdonados, es otro signo de que tenemos en nosotros la fuerza de una vida nueva, de resucitados. No es poca cosa. Así como tendemos a idealizar a los líderes eclesiásticos, también tendemos a idealizarnos a nosotros mismos. Jn nos hace ver que esto es un error. La fuerza de la vida nueva no está en pretendernos impecables, sino en reconocernos necesitados de perdón. Perdón que viene de Dios, de los demás y de nosotros mismos, en la medida en que reconocemos que el amor es más grande que cualquier falta que afecte nuestra conciencia.
4. Vale la pena recordar aquel texto de Pablo en 2 Cor 12: 1 – 10 en el que el Apóstol muestra su experiencia de hombre nuevo resucitado, en su capacidad de aceptar sus flaquezas consciente de que ese reconocimiento es el que permite que habite en él la fuerza de Cristo. Esta eucaristía puede ayudarnos a aceptarnos más tal y como somos cada uno, flacos, débiles, sabiendo que esa aceptación da lugar al poder de Cristo resucitado en cada uno como algo totalmente gratuito. Es ese poder y no nuestro débil yo, el que nos permite amar intensamente.Ω

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