Lect.: Is 55,10-11; Salmo: 64;
Rom 8,18-23; Mt 13,1-23
- Hoy es uno de esos domingos en que las tres lecturas y el salmo coinciden en aportarnos una maravillosa visión de la creación y de la vida humana, una visión que nos permite descubrir en cada uno de nosotros, y en la naturaleza entera las semillas de vida plena, de la vida que es creada como participación de la vida divina. En labios de Jesús, como lo recoge Mateo, Dios es el gran sembrador que esparce sus semillas de vida en abundancia. Y los ojos del profeta Isaías, así como los del salmista, descubren que todas esas semillas, todas las realidades del planeta están interconectadas y llenas de fecundidad divina, por lo que incluso el agua, el rocío no vuelven a evaporarse sino hasta después de haber alimentado la tierra y todas sirven y son necesarias para la vida de todos. Es una interconexión que también Pablo resalta, al hacernos ver que somos una sola cosa con toda la creación y que la naturaleza entera gime con nosotros cuando nos equivocamos y anhela con nosotros la plenitud de vida, cuando nosotros la anhelamos.
- Maravillosa visión poética religiosa que debemos dejar que nos penetre y nos empape y a la que nuestra reflexión casi nada puede añadir. Esa visión nos inspira una manera de entendernos y de ser humanos. Nuestra vida moral, nuestra vida social y cultural, los principios que conducen nuestro actuar y nuestro pensar, se transforman cuando vemos con los ojos de estos poetas de lo sagrado, que lo que llamamos creación no es algo que esté concluido, no es algo que Dios terminó al comienzo de los tiempos, más bien descubrimos que llevamos en nosotros mismos, en nuestras pequeñas manos, esa fuerza creadora que continúa desarrollando, haciendo evolucionar la obra de Dios. Y que esa fuerza se manifiesta en nuestro anhelo personal de vida plena y en el crecimiento conjunto, de mutuo apoyo, de simbiosis completa, de complemento de unas criaturas con otras. Cada uno de nosotros es un aporte enriquecedor y único a la plenitud de la creación entera, que a sus dolores de parto le proporciona las primicias del Espíritu que todos llevamos en nosotros mismos.
- No hay tierra mala en cada uno de nosotros, toda tierra es buena porque está fecundada por ese Espíritu de Dios. Lo que el evangelista llama zarzas, espinas, rocas, que son obstáculos a la siembra de Dios, son básicamente dos, primero, la resistencia a crecer, a evolucionar, a pasar a metas superiores de vida, cada uno según su vocación, quizás por inseguridad, por miedos que nos hunden en el conformismo. Y el otro obstáculo es el de encerrarnos en la creencia de que por nosotros mismos, solos, podemos desarrollar nuestra semilla, olvidando que siempre damos y recibimos de los demás y de toda la naturaleza y que con ellos y con ella es que podemos dar fruto. Pan, vino, frutos de la naturaleza y del trabajo de muchos hombres y mujeres son los que nos recuerdan en cada eucaristía que la plenitud de nuestra vida es resultado de una vivencia de comunión.Ω
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