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3er domingo de adviento

lect.: Is 35,1-6a.10; Sant 5,7-10; Mt 11,2-11

  1. La pregunta "¿eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? , que le trasmiten a Jesús los discípulos del Bautista, puede explicarse de varias formas. Podría ser un reflejo de la rivalidad de las primeras comunidades cristianas y las comunidades de discípulos del Bautista que perduraron por bastantes siglos de nuestra era, y que consideraban a este más grande que a Jesús. Podría también reflejar esa pregunta un desconcierto histórico del propio Juan que había anunciado un Mesías fiero, aplicando justicia con actitudes de fuego, y ahora no sabía qué pensar al tener noticias de un Jesús preocupado por los pobres, los excluidos, los enfermos...  Pero más interesante  que la pregunta es la respuesta de Jesús que no es respuesta directa a la inquietud de los discípulos de Juan. Jesús no se autoproclama Mesías, ni representante de Dios, ni iniciador de otra nueva religión. Tampoco anuncia un bautismo de fuego y espíritu interpretándolo como juicio radical a los pecados de Israel. Su respuesta  no tiene nada de egocéntrica. No es la de alguien que busca honor para sí mismo. 
  2. ¿Qué implica entonces esa respuesta de Jesús? El auditorio de Jesús está sufriendo tremendas situaciones sociales, políticas y económicas. Viven un ambiente espeso de frustración como el que describe la lectura de Isaías, viven como en un desierto, un páramo, y tienen sus rodillas vacilantes, su corazón lleno de temor y cobardía. Ante un auditorio semejante, que frente a situaciones difíciles se obsesiona con la expectativa de la llegada de un líder que venga de fuera, de arriba, a salvarlos, Jesús les cambia la perspectiva y les hace ver que lo que deben  esperar no viene de fuera sino que es una liberación que depende de su propia práctica, de una práctica como la del propio Jesús. Una práctica que los saque del encierro en su propio egoísmo y los haga volcarse sobre los demás, sobre los pobres, los excluidos, los que no han podido desarrollar sus capacidades plenas por la injusticia reinante. Este tipo de actitudes y prácticas, que están al alcance de todos, son las que hacen florecer el desierto, hacen posible grandes transformaciones e incluso hacen posible la aparición de liderazgos valiosos internos. La práctica del amor es la que nos realiza y va transformando todo, mientras que el egoísmo es el que con su contagio destruye. "El amor compasivo es nuestra propia naturaleza, el egoísmo es nuestra destrucción". 
  3. Un pueblo como el nuestro, que también vive situaciones difíciles, cada cuatro años vuelve a tener debilidad como la de los discípulos de Juan, y se plantea frente a los líderes políticos, a los candidatos, la misma pregunta, eres tú el que ha de venir o hemos de esperar a otro? Pero repetimos el error. Buscamos un mesías. Pero la transformación de nuestra sociedad, la solución de nuestros problemas no depende de ningún Mesías externo, ni político ni eclesiástico. Depende de ir generando cambios, con una práctica semejante a la de Jesús, cambios que impulsemos en pequeños grupos, en organizaciones civiles, en comunidades de fe, para que desde ya, en nuestro medio se vaya cumpliendo la gran utopía evangélica: los ciegos ven, y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el Evangelio, las discriminaciones se acaban, las minorías son acogidas por todos... Depende de nosotros, de que hayamos aceptado en nuestro corazón el don del fuego y del Espíritu que nos hacen compartir la vida divina en la que estamos sumergidos. En la medida en que vayamos creando esta nueva forma de convivencia, dirigentes eclesiásticos y políticos que surjan tendrán que apuntarse a esta visión y esta valiosa práctica de vida.Ω

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