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30º domingo, t.o.

Lect.:  Eclo 35, 12-14. 16-18; II Tim 4, 6-8. 16-18; Lc 18, 9-14
  1. La semana pasada el texto del evangelio nos pedía que dejásemos de ser como el juez injusto que cerraba sus oídos a los lamentos de la viuda pidiendo justicia. Y nos hacía ver la urgencia de que nos interpelemos a nosotros mismos y asumamos nuestra cuota de responsabilidad por en lo que causa injusticia en el país, en el funcionamiento de una economía que causa progresivamente más desigualdad y pobreza. La 1ª lectura de hoy del libro del Eclesiástico insiste en el tema: nos presenta un modelo  de un Dios que, a diferencia de aquel juez injusto, no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja.  Y esto nos interpela de nuevo, porque si el grito de los que padecen injusticia “alcanza las nubes”; es más, si los gritos del pobre “atraviesan las nubes” y hasta alcanzar a Dios no descansan; con más razón deberían más rápidamente llegar a nuestros ojos y a nuestros oídos. Si esto no sucede, si somos ciegos y sordos ante situaciones de injusticia que nos rodean, ¿a qué se debe? La parábola de hoy nos puntualiza cuál es la raíz más frecuente de esa ceguera y sordera, cuál es la razón de la insensibilidad e indiferencia que nos pueden estar afectando.
  2. La figura del fariseo orando en el Templo, en la lectura de Lc, representa, probablemente, no una crítica a los fariseos del tiempo de Jesús, sino más bien una radical llamada de atención a un problema que se estaba extendiendo entre los mismos cristianos de las primeras comunidades. El problema era el de la autosuficiencia, la arrogancia, el sentirse superiores moral y religiosamente a los demás. Un problema tan serio, tan profundamente enraizado que se manifestaba en la oración misma y distorsionaba su sentido. La oración, en vez ser un momento de comunión, se transformaba en distanciamiento de los demás. Solo se refiere el fariseo al publicano para compararse con él  y verlo como alguien peor y para dar gracias por no ser como él. La primera parte de su pretendida oración a Dios no es más que una autoalabanza, un recuento de su propios méritos, un ejercicio de narcisismo religioso y moral. Aquí podemos descubrir la raíz de nuestra sordera e insensibilidad ante los problemas de injusticia que afectan a pobres, excluidos, víctimas de injusticias. Las imágenes de los hermanos desaparecen cuando nuestra pantalla está monopolizada por nuestro yo, por la falsa imagen que hemos construido de nosotros mismos, por nuestros intereses, nuestras preferencias y nuestra colección de fotos de nuestros supuestos éxitos y ventajas que creemos haber realizado en la vida. Sin la menos actitud de autocrítica. No queda espacio para los sufrimientos y necesidades de los demás, a no ser cuando vemos que la ayuda que podemos darle, mínima y de mera beneficencia,  puede ser otra forma de ganar méritos para nosotros mismos.
  3. Ese engreimiento, ese egocentramiento, todo lo contamina y no solo nuestra vida personal. Por supuesto, contamina la política, sustituyendo el servicio por el protagonismo y el afán de ascenso. E incluso contamina la religión, la iglesia, la oración, haciendo de ellas instrumentos para ganar reputación  o para tranquilizar nuestras conciencias. El evangelio nos conduce a descubrir   ye es la imagen de Dios y no nuestro yo quien debe monopolizar nuestra pantalla, el Dios que es nuestra realidad profunda, en quien todos existimos y en quien entramos todos en comunión, aun sin saber su nombre, o llamándolo de diversas formas.Ω

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