Lect.:
Neh 8: 2 – 4 a. 5-6- 6 – 10; 1 Cor º1: 12 – 30; Lc 1: 1 – 4; 14 – 21.
- En un viejo cuento que leí en alguna parte, se narra cómo los habitantes de un pueblo de la prehistoria descubren el fuego. Con unos trozos de yesca, y golpeando unas piedras para sacar chispas, logran levantar llamas. Un fabuloso descubrimiento. Ahora pueden tener luz en la noche, calor, para combatir el frío, fuego para cocinar los alimentos. Pero como querían compartir su hallazgo, envían un mensajero a otro pueblo vecino, para contarles lo que habían descubierto y como podrían ellos también repetir la experiencia con los sencillos instrumentos de piedra y yesca que están al alcance de todos. El mensajero cumplió el encargo y volvió feliz a la aldea. Pasó el tiempo y los habitantes del pueblo original se preguntaban cómo les habría ido a los vecinos con el fuego y si habrían prosperado tanto como ellos. Allá fue el mensajero a averiguar. A su regreso, les cuenta con cara triste a sus paisanos lo que había encontrado en el pueblo vecino. No había luz, ni calor ni energía para cocinar. ¿Y entones, le preguntan, que hicieron con la yesca, las piedras y la explicación? Pues ahí los tenían, pero... Habían construido un pequeño santuario en lo alto de un monte y dentro, en un cofre, habían guardado los instrumentos para hacer fuego. Y con frecuencia, subían al santuario para venerarlos, sin jamás usarlos para producir el fuego.
- Cuando Jesús inicia su predicación, el pueblo que lo rodeaba, como decíamos el domingo pasado, era muy religioso. Veneraban la ley, los profetas, el santuario del templo... Jesús no viene a enseñarles a ser más piadosos, a tener más veneración de lo sagrado en lugares o libros religiosos. En medio de la sinagoga de su pueblo les anuncia lo que él mismo ha descubierto: el espíritu de Dios está sobre mí. Lo sagrado estaba en él. La dinámica, la fuerza, el viento, el soplo de Dios, lo que llamaban el espíritu, puede descubrirse en el interior del ser humano. El texto de Isaías que lee en la sinagoga, no lo lee para admirarlo o venerarlo, sino como una pista para descubrir lo que "hoy", en ese momento se cumple en él. Y es la invitación a que cada uno de sus oyentes y cada uno de nosotros por sí mismo haga el camino de descubrimiento de la fuerza de Dios, de la fuente de la vida en sí mismo. Presencia, como dice Pablo en la 2ª lectura, que se manifiesta en múltiples dones. Quien había venido a bautizar en espíritu y fuego, lo que quería era ayudar a que descubriéramos cómo encender el fuego que llevamos dentro. “He venido a traer fuego en la tierra y cómo quisiera que ya estuviera ardiendo”, Lc 12:49-53
- Hace una semana en los símbolos de las bodas de Caná, en el contraste entre agua y vino, veíamos el contraste entre poner el énfasis solo en prácticas religiosas, ritos, ornamentos, creencias,… frente a ponerlo en la experiencia del Dios vivo. Hoy se reafirma la invitación del evangelista a que pasemos de la mera veneración de lo sagrado al descubrimiento de lo santo que está en cada uno de nosotros. Hace pocas semanas, en una oración de la misa de Navidad reconocíamos que en el intercambio de dones de la Encarnación recibimos el don participar de la misma divinidad de Cristo. Llegar a descubrirlo, a experimentarlo, es el camino que tenemos por delante. Ω
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