25o domingo t.o., 18 septiembre de 2011
Lect.: Is 55: 6-9; Flp 1:20 c-24.27 a. Mt 20: 1-6
1. Permítanme empezar hoy con un poco de ficción. Imaginemos que se nos comunica a los católicos, de repente, que el Papa va a hacer una aclaración fundamental que tenía reservada para un momento como este en que la humanidad ya hubiera alcanzado un alto grado de madurez. Benedicto, entonces, comunica que el sentido último del evangelio implica que al final de la vida de cada uno Dios no va a retribuirnos según nuestros méritos, no nos va a recompensar por toda nuestra práctica sacramental, ni por haber sido miembros de la Iglesia, entre otras cosas. Que la Buena Noticia consiste en anunciarnos que Dios, al final de la vida, nos va a cubrir a cada uno con su inmenso amor de misericordia, como lo ha hecho siempre. ¿Cómo reaccionaríamos en esta situación imaginaria? En concreto, ¿Vendríamos a misa el domingo siguiente? ¿Seguiríamos yendo al templo, seguiríamos ejercitando una vida de oración? ¿se nos ocurriría pensar que, de ser así las cosas, no valdría la pena tanta práctica religiosa? Les invito a ponerse la mano en el corazón estos días y a pensar lo que haría cada uno en ese caso.
2. Esa situación imaginaria, para nuestra tranquilidad, no se va a dar. Pero lo que sí se dio fue esta parábola de Jesús que, en parte transmite un mensaje similar y quizás más radical por lo que nos revela de Dios. Nos dice que el reino de Dios se parece a ese dueño de esa finca que pagó a cada trabajador conforme a su bondad y no conforme al esfuerzo, ni al número de horas, ni al producto aportado por cada uno. Si somos sinceros esta enseñanza es chocante. Parece contradecir todas esas visiones religiosas que nos han hablado desde siempre de unas prácticas religiosas asociadas a la idea de premio y castigo. Y de un Dios dibujado como un tremendo Juez que va a "darle a cada uno su merecido". Y de una Iglesia a la que hay que pertenecer para salvarse porque fuera de ella Dios nos condenará.
3. Como ven, esta parábola no nos deja menos intranquilos que la situación imaginaria con la que empecé esta reflexión. Nos deja, quizás, con más preguntas. Por ejemplo, ¿cómo era el Dios que Jesús experimentaba? Nuestra vida religiosa y nuestra vida moral, ¿Dependen solo de nuestra creencia en un Dios castigador y premiador? O, ¿no será, más bien, que esa creencia es más bien un obstáculo para vivir la vida que Jesús vivió?
4. Pareciera que en la vivencia que Jesús tuvo, experimentó a Dios siempre como aquel Padre que hace llover sobre buenos y malos, igual para todos, un Dios que no se puede dar en pedacitos ni puede condicionar su bondad a nuestras limitaciones, que perdona hasta setenta veces siete, que perdona las deudas aunque sean de una cantidad exorbitante, como lo hemos visto en domingos anteriores, que no espera que los discípulos anden compitiendo por los mejores puestos y buscando premios en el Reino. Pareciera que este es el Dios de Jesús y nuestro Dios. Y es el Dios que transforma más profundamente nuestras vidas, más que el miedo al castigo y el atractivo del premio. Porque descubrir a Dios de esta manera es descubrir nuestra naturaleza más profunda, descubrir que también que cada uno de nosotros en su ser más auténtico es gratuidad, generosidad, y que vivir esta identidad es lo más valioso que podemos realizar en esta vida. Es lo más maravilloso que nos puede pasar y que le puede pasar a toda la creación que, como dice Pablo, está gimiendo a la espera de que alcancemos esa realización de vida de calidad plena.
Al repasar mis reflexiones de los últimos años sobre la "celebración de la Trinidad", me parece valioso recuperar, entre otras, las siguientes. La primera, que l a experiencia nos enseña lo inadecuadas que son las solas palabras para expresar nuestros mejores sentimientos y nuestras profundas convicciones. En realidad, es algo que ya antes sabíamos que pasaba sobre todo cuando tratábamos de compartir la alegría sentida, el disfrute de la vida, la intensidad del amor… Y es algo que deberíamos también haber constatado al meternos a “hablar de Dios”, porque detrás de esa palabra, ese nombre, “Dios”, tocamos la realidad más profunda de nuestro ser, de nuestra persona, de esa realidad que está en cada uno de nosotros pero que es más grande que nosotros. Lo normal, entonces, es que el lenguaje verbal siempre se quede corto y nos deje insatisfechos. L o primero que aportó la Buena Nueva fue la oportunidad, no de aprender una verdad teológica , sino de vivir la experien...
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