6º domingo t.o., 14 feb. 10
Lect.: Jer 17: 5 – 8; 1 Cor 15: 12. 16 – 20; Lc 6: 17. 20 – 26
1. Hace una semana los costarricenses acudimos a las urnas para elegir un nuevo gobierno. Se trataba de un acto importante por el papel que desempeñan el presidente y su gabinete, los diputados y los regidores para administrar los bienes públicos, para legislar, para cuidar el orden y el cumplimiento de las leyes en beneficio de la convivencia de todos. Pero, con todo lo importante que es esto, ahí no se juega todo nuestro futuro. Hace 3 domingos, cuando leíamos la presentación de Jesús en la sinagoga de su pueblo, veíamos cómo entendía él su misión y cuáles eran sus prioridades y actitudes necesarias para realizar esa misión. Para los cristianos nuestra misión en la sociedad va mucho más allá que cambiar simplemente los funcionarios públicos. Consiste en asumir esa misión de Jesús para transformar nuestro modo de ser y nuestro modo de vivir. Con esa transformación nuestra se harán reales entonces esas promesas que enuncia hoy Lc en su texto de las bienaventuranzas: llegará la bienaventuranza a los que hoy sufren pobreza, hambre y sufrimiento injusto.
2. Los retos que plantean la pobreza, el hambre, la inequidad, sobrepasan las fronteras de nuestro país. Solamente el número de quienes pasan hambre, alcanzó hace pocas semanas a nivel mundial la escandalosa cifra de 1200 millones de personas. Un quinto de la humanidad. Y eso a pesar de que, al mismo tiempo, antes de las crisis actuales, la economía venía creciendo aceleradamente, solo que los frutos de ese crecimiento no llegan a todos, ni a los que llegan les llega por igual. La concentración de riquezas en minorías, al lado de la pobreza y miseria de millones habla de la irracionalidad de la economía contemporánea, y hace ver por qué una verdadera transformación de nuestra sociedad, en nuestro país y en el mundo, no depende tan solo de cambios de actores políticos, siempre o casi siempre ligados de una u otra forma a los sectores a los que les va bien materialmente.
3. El mayor poder al que debemos aspirar, en el espíritu del evangelio, no es el que se logra con el triunfo en unas elecciones. Es más bien el que nos transforma de manera radical, transforma nuestras aspiraciones, nuestras actitudes, nuestras acciones y nos permite colaborar desde el lugar de cada uno a construir un nuevo estilo de vida, que genere una sociedad nueva, una familia nueva, un barrio nuevo, donde se realice la bienaventuranza para los pobres, los hambrientos y los que sufren injusticia. Esta transformación tan profunda no puede darse sino como un don, un regalo gratuito de Dios, pero prepararnos para recibirlo debería ser el centro de toda nuestra oración, de nuestras peticiones, como lo recordamos cada vez que rezamos en el padrenuestro, “venga a nosotros tu Reino¨.Ω
Lect.: Jer 17: 5 – 8; 1 Cor 15: 12. 16 – 20; Lc 6: 17. 20 – 26
1. Hace una semana los costarricenses acudimos a las urnas para elegir un nuevo gobierno. Se trataba de un acto importante por el papel que desempeñan el presidente y su gabinete, los diputados y los regidores para administrar los bienes públicos, para legislar, para cuidar el orden y el cumplimiento de las leyes en beneficio de la convivencia de todos. Pero, con todo lo importante que es esto, ahí no se juega todo nuestro futuro. Hace 3 domingos, cuando leíamos la presentación de Jesús en la sinagoga de su pueblo, veíamos cómo entendía él su misión y cuáles eran sus prioridades y actitudes necesarias para realizar esa misión. Para los cristianos nuestra misión en la sociedad va mucho más allá que cambiar simplemente los funcionarios públicos. Consiste en asumir esa misión de Jesús para transformar nuestro modo de ser y nuestro modo de vivir. Con esa transformación nuestra se harán reales entonces esas promesas que enuncia hoy Lc en su texto de las bienaventuranzas: llegará la bienaventuranza a los que hoy sufren pobreza, hambre y sufrimiento injusto.
2. Los retos que plantean la pobreza, el hambre, la inequidad, sobrepasan las fronteras de nuestro país. Solamente el número de quienes pasan hambre, alcanzó hace pocas semanas a nivel mundial la escandalosa cifra de 1200 millones de personas. Un quinto de la humanidad. Y eso a pesar de que, al mismo tiempo, antes de las crisis actuales, la economía venía creciendo aceleradamente, solo que los frutos de ese crecimiento no llegan a todos, ni a los que llegan les llega por igual. La concentración de riquezas en minorías, al lado de la pobreza y miseria de millones habla de la irracionalidad de la economía contemporánea, y hace ver por qué una verdadera transformación de nuestra sociedad, en nuestro país y en el mundo, no depende tan solo de cambios de actores políticos, siempre o casi siempre ligados de una u otra forma a los sectores a los que les va bien materialmente.
3. El mayor poder al que debemos aspirar, en el espíritu del evangelio, no es el que se logra con el triunfo en unas elecciones. Es más bien el que nos transforma de manera radical, transforma nuestras aspiraciones, nuestras actitudes, nuestras acciones y nos permite colaborar desde el lugar de cada uno a construir un nuevo estilo de vida, que genere una sociedad nueva, una familia nueva, un barrio nuevo, donde se realice la bienaventuranza para los pobres, los hambrientos y los que sufren injusticia. Esta transformación tan profunda no puede darse sino como un don, un regalo gratuito de Dios, pero prepararnos para recibirlo debería ser el centro de toda nuestra oración, de nuestras peticiones, como lo recordamos cada vez que rezamos en el padrenuestro, “venga a nosotros tu Reino¨.Ω
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