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Domingo de Pentecostés

Fiesta de Pentecostés, 11 may. 08
Lect.: Hech 2: 1 – 11; 1 Cor12 3b – 7. 12 – 13; Jn 20: 19 – 23


1. Los seres humanos, aunque nos llenamos la boca con palabras como fraternidad, comunión y solidaridad, estamos dominados en la práctica por enormes miedos ante lo diferente, ante los que son diferentes a nosotros por color, lenguaje, costumbres, cultura. De allí vienen todas las formas de discriminación y dominación, especialmente las raciales, las sexuales e incluso las religiosas. De ahí viene el mal trato que a menudo damos a los inmigrantes. Muchas de las guerras contemporáneas que conocemos, aunque a menudo están motivadas por intereses económicos —control de riquezas, de petróleo, de tierras posicionadas estratégicamente— se agravan más por la ignorancia y el desprecio que tienen los invasores y dominadores sobre la cultura local. Por eso, también, cuando a veces líderes mundiales se atreven a hablar de lo necesaria que es la unidad de los seres humanos, muchas veces entienden esa unidad como una subordinación y adaptación de los otros a sus modos de vida y costumbres, a su manera de organizar la economía y la política. En resumen, nuestro temor a nuestras diferencias humanas ha construido escenarios de confrontación y violencia.
2. En la narración del primer Pentecostés cristiano Lc dibuja un cuadro utópico que se opone, por completo, a ese otro escenario conflictivo del mundo en que vivimos. Al llenarse del Espíritu Santo todos los discípulos empiezan a hablar en lenguas extranjeras. En medio de una multitud venida para la fiesta, gentes de los más variados sitios, es capacitada para escuchar de las maravillas de Dios, no importa en qué lengua se narraran. Cada uno oye como si le hablaran en su propia lengua. No cabe duda de que esta narración es un maravilloso símbolo de cuál es la unidad que soñaba Jesús para la humanidad cuando en la última cena oraba “como tú Padre en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros” (Jn 17: 21). Al decir la SE que el Espíritu de Dios se derrama en nuestros corazones, nos está afirmando que la presencia de Dios en cada uno, y en cada comunidad que se abre a esta presencia, genera una relación entre Dios y el ser humano, que nos permite descubrir nuestra identidad más profunda y esto genera una fuerte confianza que traspasa las fronteras, —las fronteras entre lo material y lo espiritual, y las fronteras artificiales entre nuestras diferencias humanas. La presencia del Espíritu en nosotros produce y se verifica en una pluralidad de dones puesto todos al servicio mutuo. No “sentiremos” la presencia del Espíritu de Dios en nosotros, en un sentido físico, pero un sentido muy real este Espíritu se manifestará en todos nuestras actividades de comunicación de lo que somos y lo que tenemos, para el bien común. Esta es la vida nueva de resucitados, la manifestación del misterio de la pascua que hemos venido celebrando estas semanas. Es un don por completo gratuito, al que no queda si no disponermos a recibirlo.Ω

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