2º domingo 16 de enero de 2011, t.o.
Lect.: Is 49: 3. 5 – 6; 1 Cor 1: 1 – 3; Jn 1: 29 – 34
1. Ya hemos hablado de la polémica que se dio en las primeras décadas del cristianismo, entre los discípulos de Juan el Bautista y algunas de las comunidades de discípulos de Jesús. Explica, en parte, la forma como se escribieron textos como el de hoy que quieren subrayar el papel subordinado del Bautista. Pero, aparte de eso, ese enfoque no nos interesa tanto para nuestras reflexiones aquí en la Eucaristía dominical. Sin embargo, creo que sí nos interesa que la liturgia retome de nuevo la figura del Bautista y que con su forma de actuar y con sus palabras, nos permite perfilar mejor la figura de Jesús. Juan era un hombre extraordinario, lo dice el propio Jesús, un profeta de crítica radical a la religión y a la sociedad judía de su tiempo. Es un hombre de denuncia de todo lo que está mal y de llamado a cambiar las cosas. En mucho, refleja lo que eran los profetas del A.T. Jesús, en cambio, no es un hombre de denuncia, sin que esto signifique que permanezca callado ante las injusticias de la época, ni que no genere su actuación un enfrentamiento con los líderes religiosos y políticos de su época. Aunque durante la época navideña en los evangelios de infancia vimos que las primeras comunidades lo veían como el nuevo Moisés, Jesús tampoco era un legislador. No aparece diciéndoles cumplan esto, cumplan lo otro. Eso sí, hace ver que por encima de toda ley está el amor. Y, para que lo entendieran, llama a esto su “mandamiento nuevo”, pero en realidad no es otra ley sino que es la dinámica profunda más constructiva del ser humano. Podemos decir, en relación con esto, que tampoco Jesús era un teólogo doctrinal, ni un moralista, ni un liturgista o ritualista. Ni se dedica a escribir u organizar actividades de enseñanza, de construcción de doctrinas o dogmas, ni tampoco se gasta en corregir el comportamiento de las gentes diciéndoles esto es bueno o esto es malo. Ni se pone a bautizar como Juan, o a enseñar la práctica de ceremonias religiosas. Lo que testimonian las comunidades joaninas, es decir, los discípulos del otro Juan, el evangelista, es lo que el texto de hoy pone en labios del bautista: que Jesús era un hombre del Espíritu, es decir, alguien poseído por el Espíritu de Dios, y que viene a ayudar a que cada uno de nosotros descubramos la forma también de sumergirnos —“bautizarnos” dice el escritor— en el Espíritu de Dios. Este es el resumen de la presentación de Jesús que hacen los evangelios, y que vamos a ir profundizando a lo largo de estos domingos llamados por la liturgia del “tiempo ordinario”.
2. Ser “hombre del Espíritu” no significa que no sea plenamente humano, todo lo contrario. Significa que ha descubierto la dimensión más profunda de su ser humano, la de la presencia divina que nos habita, y de la que depende la forma de vivir todas las demás dimensiones. Uno puede ser un denunciador de los males que nos aquejan, o uno puede ser un líder comunal, laboral o político e intentar construir un mejor mundo. Uno puede ser un legislador o un educador de moral, y es importante que todas estas funciones existan en nuestra sociedad. Pero lo que el evangelio nos quiere destacar hoy es que en la persona de Jesús se nos dice que todas esas funciones pueden quedar siempre contaminadas por el mal, por el “pecado” del mundo, y que solo siendo hombres y mujeres de Espíritu podemos liberarnos de esa contaminación. El evangelio no nos dice que Jesús nos libere de nuestros errores y debilidades, lo que llamamos “pecados”, en plural. Dice que esa vida en el Espíritu de Jesús nos libera del “pecado”, en singular, es decir, de ese modo de vida cerrado sobre sí mismo, autosuficiente, interesado, con segundas intenciones, que luego se traduce en actitudes destructivas de los demás, que solo buscan trepar, montarse sobre los demás, por ganarles a los otros. En la medida en que en esta cena eucarística nos dejemos arrebatar por esa vida en el Espíritu de Jesús, nosotros también seguiremos creciendo como hombres y mujeres de Espíritu, lugares de encuentro con Dios para los demás.Ω
Lect.: Is 49: 3. 5 – 6; 1 Cor 1: 1 – 3; Jn 1: 29 – 34
1. Ya hemos hablado de la polémica que se dio en las primeras décadas del cristianismo, entre los discípulos de Juan el Bautista y algunas de las comunidades de discípulos de Jesús. Explica, en parte, la forma como se escribieron textos como el de hoy que quieren subrayar el papel subordinado del Bautista. Pero, aparte de eso, ese enfoque no nos interesa tanto para nuestras reflexiones aquí en la Eucaristía dominical. Sin embargo, creo que sí nos interesa que la liturgia retome de nuevo la figura del Bautista y que con su forma de actuar y con sus palabras, nos permite perfilar mejor la figura de Jesús. Juan era un hombre extraordinario, lo dice el propio Jesús, un profeta de crítica radical a la religión y a la sociedad judía de su tiempo. Es un hombre de denuncia de todo lo que está mal y de llamado a cambiar las cosas. En mucho, refleja lo que eran los profetas del A.T. Jesús, en cambio, no es un hombre de denuncia, sin que esto signifique que permanezca callado ante las injusticias de la época, ni que no genere su actuación un enfrentamiento con los líderes religiosos y políticos de su época. Aunque durante la época navideña en los evangelios de infancia vimos que las primeras comunidades lo veían como el nuevo Moisés, Jesús tampoco era un legislador. No aparece diciéndoles cumplan esto, cumplan lo otro. Eso sí, hace ver que por encima de toda ley está el amor. Y, para que lo entendieran, llama a esto su “mandamiento nuevo”, pero en realidad no es otra ley sino que es la dinámica profunda más constructiva del ser humano. Podemos decir, en relación con esto, que tampoco Jesús era un teólogo doctrinal, ni un moralista, ni un liturgista o ritualista. Ni se dedica a escribir u organizar actividades de enseñanza, de construcción de doctrinas o dogmas, ni tampoco se gasta en corregir el comportamiento de las gentes diciéndoles esto es bueno o esto es malo. Ni se pone a bautizar como Juan, o a enseñar la práctica de ceremonias religiosas. Lo que testimonian las comunidades joaninas, es decir, los discípulos del otro Juan, el evangelista, es lo que el texto de hoy pone en labios del bautista: que Jesús era un hombre del Espíritu, es decir, alguien poseído por el Espíritu de Dios, y que viene a ayudar a que cada uno de nosotros descubramos la forma también de sumergirnos —“bautizarnos” dice el escritor— en el Espíritu de Dios. Este es el resumen de la presentación de Jesús que hacen los evangelios, y que vamos a ir profundizando a lo largo de estos domingos llamados por la liturgia del “tiempo ordinario”.
2. Ser “hombre del Espíritu” no significa que no sea plenamente humano, todo lo contrario. Significa que ha descubierto la dimensión más profunda de su ser humano, la de la presencia divina que nos habita, y de la que depende la forma de vivir todas las demás dimensiones. Uno puede ser un denunciador de los males que nos aquejan, o uno puede ser un líder comunal, laboral o político e intentar construir un mejor mundo. Uno puede ser un legislador o un educador de moral, y es importante que todas estas funciones existan en nuestra sociedad. Pero lo que el evangelio nos quiere destacar hoy es que en la persona de Jesús se nos dice que todas esas funciones pueden quedar siempre contaminadas por el mal, por el “pecado” del mundo, y que solo siendo hombres y mujeres de Espíritu podemos liberarnos de esa contaminación. El evangelio no nos dice que Jesús nos libere de nuestros errores y debilidades, lo que llamamos “pecados”, en plural. Dice que esa vida en el Espíritu de Jesús nos libera del “pecado”, en singular, es decir, de ese modo de vida cerrado sobre sí mismo, autosuficiente, interesado, con segundas intenciones, que luego se traduce en actitudes destructivas de los demás, que solo buscan trepar, montarse sobre los demás, por ganarles a los otros. En la medida en que en esta cena eucarística nos dejemos arrebatar por esa vida en el Espíritu de Jesús, nosotros también seguiremos creciendo como hombres y mujeres de Espíritu, lugares de encuentro con Dios para los demás.Ω
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