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3er domingo de Pascua

3er domingo de Pascua, 26 abr. 09
Lect.: Hech 3: 13 – 15. 17 – 19; 1 Jn 2: 1 – 5 a; Lc 24: 35 – 48


1. Cuando empezábamos la Cuaresma, hace ya unas seis semanas, decíamos que ese tiempo era para prepararnos para la Pascua vista como celebración de nuestro nacimiento a una vida nueva. Esa frase,”nacer de nuevo”, que Jn emplea en el diálogo entre Jesús y Nicodemo, es una forma de expresar la realidad más profunda de nuestra vida humana, que estamos impulsados a alcanzar. No se trata simplemente de una vida moralmente correcta sino, más bien, del desarrollo pleno de toda la riqueza contenida en nuestro ser como imagen y semejanza que somos de Dios. Hasta el punto que podemos decir que ese nuevo nacimiento nos lleva a participar de la misma vida de Dios, la vida del eterno. Ese es el sentido al que está llamada la vida humana, la de cada uno de nosotros. Por eso, la idea de “nacer de nuevo” está de alguna manera identificada con la de la resurrección. Resucitar en sentido espiritual evangélico no es hacer que un cadáver vuelva a la vida y que esta vida, la vida humana normal, con todas sus vicisitudes y debilidades, se le prolongue luego indefinidamente. La verdad es que eso no es algo muy motivador. Tampoco hay que pensar la vida resucitada como otra vida paralela, distinta de la que realmente tenemos, como si pasáramos de humanos a ángeles. En la transmisión de la Buena Nueva, la vida del resucitado es entonces una manera de expresar, más bien, el logro de un nuevo modo de existencia para nuestra vida humana, es recibir la potenciación plena de nuestra propia vida; es, como ha dicho algún autor, es re-nacer hacia el interior de Dios, de la vida misma de la divinidad.
2. Nada fácil de explicar, por supuesto. Porque se trata de una realidad trascendente a nuestra vida material tal y como la conocemos. Pero que, sin embargo, se manifiesta, se sugiere en pequeños anticipos, en chispazos de experiencia dentro de nuestra vida actual. Esta dificultad de acercarnos a algo tan trascendente con nuestra limitada capacidad nos permite entender la dificultad que también afectaba a los primeros discípulos, cuando trataban de transmitir sus experiencias de esa vida resucitada que ya había alcanzado Jesús. Ellos tienen que recurrir a imágenes de apariciones, tienen que usar ejemplos de la vida ordinaria —tocar, comer, …— (porque no tienen otra forma de hablar) para expresar lo que querían decir: que Jesús seguía siendo una persona real y que era real también el que hubiera alcanzado ya su plenitud de vida. Que el ser humano, en Jesús de Nazaret, había alcanzado lo máximo de su potenciación, había renacido hacia el interior de Dios. Esto es lo esencial del mensaje de Lc como el de los otros evangelistas. Nos quedaríamos muy cortos —e incluso extraviados— si nos apegáramos a lo literal del relato, pensando que el Crucificado resucitado era de carne y hueso y comía pescado. Es una forma fundamentalista de lectura que incluso contradice otras enseñanzas claras, por ej. de Pablo, que usan la metáfora de la siembra y la semilla, para decir que la vida resucitada no es del mismo tipo de esta vida material nuestra (“se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual” dice Pablo en 1 Cor).
3. Aproximándonos de esta manera a la experiencia de la resurrección de Jesús, nos vamos aproximando al misterio de nuestra propia vida y nuestra propia identidad. Como en Jesús, la cruz expresa lo inevitable del mal en el mundo. Y la resurrección nos dice que dentro de ese marco de la vida mundana, con todas sus limitaciones, va manifestándose cada vez más en nosotros la fuerza de vida de Dios. Se va manifestando porque siempre está ahí, pero siguiendo la práctica de vida de Jesús, de amor y servicio, de fraternidad y construcción de justicia, vamos descubriendo, experimentando, dejándonos llenar por esa presencia de Dios, en cuyo interior vamos resucitando.Ω

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